martes, 29 de septiembre de 2015

Rock Fiction

Iñaqui Echevarne, ciudad de Mendoza, cerca del monte Aconcagua, Argentina, 1999.
Hay una clase específica de persona que se niega a liderar con tanta rotundidad que no puedes sino seguirla hasta los infiernos. Recuerdo esa melena niagarense cayendo en un murmullo sobre su culito respingón. Ella estaba serena y relajada, el ambiente distendido. La situación parecía totalmente controlada aunque nos estuviéramos preparando para un rápel de noventa metros.
No todos los días desciendes noventa metros colgado de una cuerda. Nos acercábamos a la reunión cuando nos instó, con un gesto de su mano izquierda, a mantenernos a una distancia prudencial. Sin mediar palabra sacó la cuerda de la mochila y empezó a preparar el descenso. Los demás bromeaban forzadamente, notoriamente nerviosos ante el reto que se nos presentaba. Alguno era la primera o la segunda vez que se descolgaba por un barranco.
Anudó la cuerda a la anilla mediante un nueve empotrado. Lo aseguró con un mosquetón. Dio unos cuantos tirones para cerciorarse de que todo estaba correcto. Acercaos con cuidado. No os olvidéis de usar las bagas de anclaje, nos dijo. Y acordaos de cerrar bien el mosquetón. Había llevado a cabo toda la liturgia como si se tratara de un ritual que se supiera de memoria, y, muy posiblemente, así era. Los demás, atónitos, contemplamos –ya en silencio- cómo se ultimaban los detalles. Luego ella misma se recogió el cabello en una coleta y después se lanzó.
Sin haber pasado la cuerda por su arnés. Por lo tanto, sólo la fuerza de sus brazos agarrándose a la cuerda impedía que se precipitara hacia el vacío. Bregó con todas sus fuerzas y remontó su cuerpo hasta que pudo impulsarse para quedar de nuevo, a salvo, sobre la tierra. No se quejó, no chilló. Se disculpó por haber cometido un error tan estúpido. El grupo entero temblaba, helados, pensábamos todos –aunque nadie lo compartió- en lo que podría haber sido y no fue. Ella mismo le quitó hierro al asunto, nos explicó lo importante que resulta comprobar varias veces incluso los detalles más elementales y luego, sonriente, como si no hubiera ocurrido nada, descendió los noventa metros con una gracia poco menos que divina.
Con el tiempo fui conociéndola mejor. Me habló del sentimiento que te recorre el espinazo cuando estás en lo alto de una montaña y contemplas lo insignificante que resulta la civilización desde arriba. Me contó lo nimio que te sientes al pisar una roca que lleva ahí millones de años y que va a seguir millones de años cuando tú ya te hayas ido. Me  detalló lo agridulce del momento en el que la naturaleza, por ella misma, te enseña que no eres nada y a la vez te incita a aprovechar la fracción raquítica del tiempo que te ha tocado. Me confesó –con reticencia, pues se sentía estúpida al contarlo- que algunas veces lloraba, sola, a las seis de la mañana, cuando se levantaba para ir a trabajar y en mitad de la autopista la sorprendía el amanecer y ella, abrumada, no podía sino maldecir y bendecir a la misma vez aquel espectáculo de luces milagrosas que le suplicaban que abandonara la convencionalidad de una rutina para lanzarse a la exploración frenética de una vida auténtica y salvaje.
Pero siempre cedía. Desoía su instinto y guiaba el volante hasta la oficina y se repetía una y otra vez que estaba haciendo lo correcto: sin locuras, sin dinero no hago nada, sin nada no soy feliz. Trabaja, medra, insiste.
Los domingos subía una montaña o bajaba un torrente; proponía una excursión o planeaba la próxima salida en velero. Estudiaba mapas, conocía nombres, exploraba sierras y bosques. Y luego los lunes moría –un poquito, como Balzac- de resignación cuando las primeras luces la llevaban a la oficina y no a su pasión.
Su mantra siempre fue claro y distinto: la naturaleza es una maravilla. Alguna vez debí decirle que ella formaba parte de esa magnífica naturaleza de la que tanto hablaba. Que estaba hecha de piel y carne y no la había edificado nadie sino que había surgido, quizá no por erosión como las montañas, quizá no provocada por el movimiento de las placas tectónicas, pero que se encontraba en ese mismo mundo, sin trampa, sin artificialidades, que tenía todo el derecho a ser ella misma y por lo tanto a participar. Que ella misma no era sino una de las tantas maravillas que nos ofrece el mundo, coño.
Sin embargo callé. Callé por cobarde, por perezoso, por robot. Callé por no entrometerme, por no molestar, por no llamar la atención. Me callé porque me intimidaba su personalidad, su convicción, su capacidad de sacrificio. Así que me callé, no le dije nada y la seguí hasta los infiernos.

Y luego escalamos el Eiger. Entonces por fin la comprendí.


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