Iñaqui Echevarne, ciudad de
Mendoza, cerca del monte Aconcagua, Argentina, 1999.
Hay
una clase específica de persona que se niega a liderar con tanta rotundidad que
no puedes sino seguirla hasta los infiernos. Recuerdo esa melena niagarense cayendo en un
murmullo sobre su culito respingón. Ella estaba serena y relajada, el ambiente
distendido. La situación parecía totalmente controlada aunque nos estuviéramos
preparando para un rápel de noventa metros.
No todos los días
desciendes noventa metros colgado de una cuerda. Nos acercábamos a la reunión
cuando nos instó, con un gesto de su mano izquierda, a mantenernos a una
distancia prudencial. Sin mediar palabra sacó la cuerda de la mochila y empezó
a preparar el descenso. Los demás bromeaban forzadamente, notoriamente
nerviosos ante el reto que se nos presentaba. Alguno era la primera o la
segunda vez que se descolgaba por un barranco.
Anudó la cuerda a la
anilla mediante un nueve empotrado. Lo aseguró con un mosquetón. Dio unos
cuantos tirones para cerciorarse de que todo estaba correcto. Acercaos con
cuidado. No os olvidéis de usar las bagas de anclaje, nos dijo. Y acordaos de
cerrar bien el mosquetón. Había llevado a cabo toda la liturgia como si se
tratara de un ritual que se supiera de memoria, y, muy posiblemente, así era.
Los demás, atónitos, contemplamos –ya en silencio- cómo se ultimaban los detalles.
Luego ella misma se recogió el cabello en una coleta y después se lanzó.
Sin haber pasado la
cuerda por su arnés. Por lo tanto, sólo la fuerza de sus brazos agarrándose a
la cuerda impedía que se precipitara hacia el vacío. Bregó con todas sus fuerzas
y remontó su cuerpo hasta que pudo impulsarse para quedar de nuevo, a salvo,
sobre la tierra. No se quejó, no chilló. Se disculpó por haber cometido un
error tan estúpido. El grupo entero temblaba, helados, pensábamos todos –aunque
nadie lo compartió- en lo que podría haber sido y no fue. Ella mismo le quitó
hierro al asunto, nos explicó lo importante que resulta comprobar varias veces
incluso los detalles más elementales y luego, sonriente, como si no hubiera
ocurrido nada, descendió los noventa metros con una gracia poco menos que
divina.
Con el tiempo fui
conociéndola mejor. Me habló del sentimiento que te recorre el espinazo cuando
estás en lo alto de una montaña y contemplas lo insignificante que resulta la
civilización desde arriba. Me contó lo nimio que te sientes al pisar una roca
que lleva ahí millones de años y que va a seguir millones de años cuando tú ya
te hayas ido. Me detalló lo agridulce
del momento en el que la naturaleza, por ella misma, te enseña que no eres nada
y a la vez te incita a aprovechar la fracción raquítica del tiempo que te ha
tocado. Me confesó –con reticencia, pues se sentía estúpida al contarlo- que
algunas veces lloraba, sola, a las seis de la mañana, cuando se levantaba para
ir a trabajar y en mitad de la autopista la sorprendía el amanecer y ella,
abrumada, no podía sino maldecir y bendecir a la misma vez aquel espectáculo de
luces milagrosas que le suplicaban que abandonara la convencionalidad de una rutina
para lanzarse a la exploración frenética de una vida auténtica y salvaje.
Pero siempre cedía.
Desoía su instinto y guiaba el volante hasta la oficina y se repetía una y otra
vez que estaba haciendo lo correcto: sin locuras, sin dinero no hago nada, sin
nada no soy feliz. Trabaja, medra, insiste.
Los domingos subía
una montaña o bajaba un torrente; proponía una excursión o planeaba la próxima
salida en velero. Estudiaba mapas, conocía nombres, exploraba sierras y
bosques. Y luego los lunes moría –un poquito, como Balzac- de resignación
cuando las primeras luces la llevaban a la oficina y no a su pasión.
Su mantra siempre fue
claro y distinto: la naturaleza es una maravilla. Alguna vez debí decirle que
ella formaba parte de esa magnífica naturaleza de la que tanto hablaba. Que
estaba hecha de piel y carne y no la había edificado nadie sino que había
surgido, quizá no por erosión como las montañas, quizá no provocada por el
movimiento de las placas tectónicas, pero que se encontraba en ese mismo mundo,
sin trampa, sin artificialidades, que tenía todo el derecho a ser ella misma y
por lo tanto a participar. Que ella misma no era sino una de las tantas maravillas
que nos ofrece el mundo, coño.
Sin embargo callé.
Callé por cobarde, por perezoso, por robot. Callé por no entrometerme, por no
molestar, por no llamar la atención. Me callé porque me intimidaba su
personalidad, su convicción, su capacidad de sacrificio. Así que me callé, no
le dije nada y la seguí hasta los infiernos.
Y luego escalamos el
Eiger. Entonces por fin la comprendí.
www.facebook.com/jjescribe
No hay comentarios:
Publicar un comentario