Laia Jáuregui, alrededores
de la Embajada Francesa, ciudad de Harare, República de Zimbabue, 2006:
La figura de la que quiero hablar es una aleación
entre bailarín de stepdance irlandés
y cazarrecompensas espacial. Curiosa mezcla.
Nació en Ciudadela, Menorca, en el seno de una
familia donde compartían padres dos hermanos; el primero, nada más abandonar su
isla natal, fue llamado unánimemente Menorca por sus amistades más cercanas.
Desde ese preciso momento su hermano menor supo que los nombres te escogen a ti
y no viceversa. A él le tocó Menorquita.
Lo adoptó con gracia y orgullo. Allí donde iba lo
divulgaba sin tapujos: me llamo Menorquita –anunciaba, con cierta chulería,
incitando a que su interlocutor se burlase-, encantado de conocerte.
Durante los primeros años del tercer milenio me
dediqué a buscar una actividad física que me llenara no sólo somáticamente sino
también espiritual y mentalmente. Empecé por las tendencias orientales, yoga,
taichí, kárate. Nada de ello sirvió así que decidí probar otras familias:
spinning, pilates, vóleibol. Seguía sin encontrar exactamente lo que buscaba,
así que me dio por la danza: ballet, bailes de salón –tango, vals, boleros,
fox-trot-, breakdance, dancehall jamaicano, danza tradicional
rusa, flamenco… Hasta que por fin di rigurosamente con lo que buscaba: stepdance irlandés.
Allí, cómo no podía ser de otra forma, conocí a
Menorquita. El stepdance irlandés me
cautivo porque resulta folclórico y a la vez elegante. La parte inferior del
cuerpo está en constante movimiento, ya que llevas el ritmo de la música
literalmente en los pies: mediante unos zapatos especiales, parecidos a los de
claqué, debes realizar los movimientos adecuados para que el suelo resuene
exactamente como tú quieres. La parte superior, sin embargo, se mantiene
hierática: la mano izquierda agarrando la muñeca derecha y ambas colocadas con
pulcritud detrás de la espalda. Antiguamente, el semblante debía conservar una
expresión seria e inquebrantable, aunque actualmente existe cierta
preponderancia hacia la sonrisa propaganda de dentífrico.
La cuestión es que llegando al local donde se
impartían las clases –el profesor era un irlandés de más de sesenta años,
bajito, lampiño, flaco y nervudo- se me acercó una figura cubierta con un bombín
–a saber qué hacía Menorquita con un bombín por aquellos entonces- y con una
gracia rayana en la desfachatez me introdujo en su mundo: Hola, me llamo
Menorquita, y lo mejor de Irlanda es sin duda el whisky, pero esta danza no
está nada mal. No pude sino reírme.
Cada semana, los martes y los jueves, acudíamos a
aquel destartalado antro en el Raval para sumergirnos unos cuantos pies más en
los entresijos del stepdance
irlandés. Menorquita –y eso una mujer lo sabe- me iba detrás. No quiero parecer
prepotente, pero tampoco hay que faltar a la verdad. Era –y quiero pensar que
sigo siéndolo- bastante guapa por entonces. Tanto deporte me proporcionaba una
figura cuidada y la genética hizo su parte con el rostro. Además, ser mexicana
de nacimiento aportaba un toque de exotismo a mi persona que –para qué negarlo-
resultaba irresistible a los hombres.
Yo por mi parte no tenía ningún interés en
Menorquita. No porque le faltara atractivo o carisma –de eso iba sobrado- sino
simplemente porque, al llegar a cierta edad, descubrí que otra mujer entendía y
saciaba mis necesidades, físicas y emocionales, mucho mejor que cualquier
hombre. La cuestión –y quizá debería avergonzarme un poco por ello, pero la
verdad es que no- es que a cualquiera le gusta que pierdan el culo por él, por
lo que me dejé adorar un poquito. Le di pie a pensar lo que no era; le hice ver
que tenía alguna oportunidad. Al despedirnos, a las diez de la noche de un
jueves aleatorio, posaba mi mano en su brazo y lo miraba directamente a los
ojos. El martes siguiente, cuando debíamos escoger pareja de baile, le guiñaba
un ojo y dejaba que me eligiera él a mí. En mi defensa debo añadir que jamás lo
concebí como un juego o una manipulación. Simplemente, ahora, en perspectiva,
he unido los puntos de mis actuaciones pasadas y he llegado a la conclusión de
que pude hacerle daño. Pero nunca tuve malas intenciones.
Menorquita tenía una lengua ágil y una espontaneidad
arrebatadora. Una vez le pregunté qué hacía para ganarse la vida y me respondió
que se dedicaba al noble oficio de cazarrecompensas. Interesada, le invité a
contarme más. Me dijo que, efectivamente, no sólo se dedicaba a revisar las
listas de criminales más buscados –y mejor pagados- de este mundo, sino que su
rango de influencia se extendía por toda la galaxia. Entonces entendí a qué se
refería y no pude sino pensar, joder, puto Menorquita, cómo hila. Le pregunté
para confirmar mis sospechas si me hablaba de Spike, de Cowboy Bebop y su
contestación, más que con la boca, me la dio con los ojos. Me miró muy
fijamente, resplandeciendo, como si hubiera visto un perro verde o quizá un
político honesto. Me respondió que sí, que su sueño siempre había sido vivir en
una película del oeste futurista donde poder arreglar cualquier disputa a base
de balazos del calibre .45.
Un buen día, quizá hace tres o cuatro años, me llamó
al celular –sé que a los españoles les gusta más la palabra móvil- y con voz muy seria manifestó su
intención de verme. Intrigada por lo que Menorquita tuviera que decirme, acepté
en vernos en un bar cerca de la Sagrada Familia. Nada más vislumbrar su figura,
allí a lo lejos, presentí que algo iba mal.
Su actitud era distante y sombría. Parecía casi enfermo,
como si alguna dolencia inenarrable lo estuviera consumiendo por dentro. Yo,
discreta, resolví no agobiarlo antes de tiempo con una salva irresoluble de
cuestiones banales sino más bien permitirle que tomara él las riendas. Me habló
de Nausicaa.
La Odisea –entonó Menorquita con voz turbia y
pesada- como seguro que ya sabes, narra las aventuras del divino Odiseo, quien
tras diez años de larga guerra en Troya, todavía tiene que soportar otro
decenio de vituperios y dificultades hasta dar con sus huesos en su Ítaca
natal. Nausicaa, hija de Alcinoo, noble y dirigente local, es la primera
persona con la que se encuentra Ulises. La situación es la siguiente:
Nausicaa ha salido a bañarse al río con parte de su
séquito cuando, de golpe, se le acerca una figura sucia y desharrapada. La
primera impresión es que se trata de un voyeur
atrevido, cuyas ansias por disfrutar la desnudez de Nausicaa superan la
cordura establecida. Ella, aunque se siente agraviada y su primera intención es
la de azuzarle sus lacayos, decide darle la oportunidad de explicarse. Así
pues, Odiseo –aunque ella no sabe de quién se trata- se abraza a sus rodillas y
con este gesto le dice: aquí tú eres poderosa, estás en control de la situación
–a medida que hablaba Menorquit empezó a levantarse con suavidad- pero voy a
apelar a tu empatía; desprendo fetidez, no me he afeitado en varios meses y mi
compañía no es agradable, pero si me das la oportunidad de justificarme no
lamentarás haber desistido en tu ímpetu por molerme la espalda a latigazos. Así
que Nausicaa, con Odiseo abrazado a sus rodillas –el mismo Menorquita llevó a
cabo una impecable genuflexión- ordena que se le adecente y acicale y se le
transporte con dulzura a casa de su padre, donde tendrá la ocasión de
relatar su historia.
Si no te importa – añadió Menorquita, con la mirada
fija en el suelo, mientras rebuscaba algo en su bolsillo- voy a cambiar un poco
el final. Laia Jáuregui, ¿quieres casarte conmigo?
Me dejó estupefacta. Anonadada. Me esperaba
cualquier cosa menos aquello. No supe cómo responder. En mi fuero interno no
deseaba casarme con él –ni con nadie-, pero el espectáculo me había conmovido. Abrí
la boca varias veces, incapaz de producir fonema alguno. De pronto, Menorquita
rompió a reír a carcajada limpia.
De algún lugar insospechado sacó su bombín –su
legendario bombín- y, lanzándolo al aire, dejó que cayera en su cabeza. Adoptó
la postura que nos habían enseñado en stepdance
y, sin importarle el resto de parroquianos que ocupaban el bar, cantó a
pleno pulmón:
Shave his belly
with a rusty razor, shave his belly with a rusy razor, shave his belly with a
rusty razor, early in the morning!
Y bailó. Maravillosamente. Yo quería romperle la
crisma pero, sinceramente, la ejecución fue inmisericorde: ni un solo error.
Incluso cantó bien el jodido Menorquita.
Me la había jugado él a mí.
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