Recuerdo número VIII:
Yo
diría que ya se ha acabado todo. Los cuatro gatos restantes nos agrupamos en
torno al disc-jockey, que está recogiendo los utensilios y preparándose para
marchar. Júnior ya le ha pedido que se quedara una hora más, hasta la llegada
del autobús, y ha cumplido con creces. Me fijo en un bulto a su lado, se trata
de un estuche. Me pregunto qué instrumento lo ocupará para, un momento más
tarde, percatarme del saxofón alto que descansa a pocos metros de distancia,
apoyado en la columna. Parece que no soy el único que se ha dado cuenta.
—¿Sabés
alguna de Paul Desmond? ¿Por ejemplo… Take Five? —pregunta el argentino con la
voz ronca.
Ni
siquiera oigo la respuesta del pinchadiscos. Su actitud corporal parece
defensiva, seguramente está cansado y desea irse ya, pero no le dejan. Dos o
tres personajes más se suman a la presión hasta que el disc-jockey cede:
—Está
bien, está bien. Ya no es hora de tocar el saxo, pero os pongo dos o tres temas
más antes de irnos.
Vítores,
muchísimos vítores. Me encantan los vítores. Aunque me muero por llegar a casa,
soy capaz de apreciar el heroísmo de este hombre. Ya lo decía antes que una
fiesta nunca acaba hasta que el último bailarín no para.
Los
cuatro gatos (excepto yo y unas pocas sombras más) vuelven a la pista de baile
para agotar las canciones restantes. Yo permanezco en el círculo exterior,
derrengado, concentrando todas mis fuerzas en el simple pero delicado acto de
mantenerme en pie. Sénior me ve y se me acerca. No parece cansado sino
pensativo, como si algo lo inquietara.
—¿Qué,
Jorge, con ganas de irte?
Asiento
con la cabeza para ahorrarme un monosílabo.
—Aunque
la verdad es que me lo he pasado muy bien —añado, para no parecer hosco.
Sénior
echa unas cuantas miradas furtivas a los lados, como si buscara a alguien con
la vista. Tarda un tiempo antes de volver a hablar.
—Dime,
Jorge, ¿cuántos años hace que conoces a León?
—Pues
yo diría que casi veinticinco —respondo sin pensar.
—¿Y
nunca os habéis peleado, dejado de hablar…?
—Sí,
claro. A intervalos regulares. Somos bastante diferentes, en realidad, y
tenemos nuestros más y nuestros menos, pero es algo normal. Al fin y al cabo,
quien no discute es porque no habla. Como nunca ha habido mala fe, seguimos
siendo amigos.
—Es
curioso porque me recuerda a un amigo mío con quien hice en la mili. Lo conocí
hace más de cuarenta años y todavía seguimos en contacto constante. Me alegra
de que te ocurra algo parecido con León.
—Pues
ya ves, don Manuel —Lo llamo don mitad en broma mitad en serio, pues sé que le
gustan las muestras de respeto; también lo hago para quitarle hierro al asunto.
No sé qué preocupaciones cruzan su mente, pero no es el día ni la hora de
abordarlas—, aquí estamos, en la boda de su hermano. ¡Y si no me ocurre nada
malo, aquí seguiré por muchos años!
—Tú,
Papá, ¿ya le estás comiendo la oreja a Jorge? —dice Júnior, haciendo acto de
presencia.
—Qué
va, si estamos aquí charlando amigablemente —respondo yo—. Por cierto, estarás
orgulloso, ¿no? Una boda fantástica, un éxito rotundo. La gente no se quiere ir
de lo mucho que está disfrutando. Y vaya, el artífice de toda esta felicidad
has sido tú, así que puedes estar orgulloso.
Se
cruzan miradas entre padre e hijo. Noto que Júnior está exhausto, a saber a qué
hora se ha levantado. Seguramente lleva más de 24 horas despierto.
—Gracias,
tío, de verdad. Un placer haberos tenido a todos por aquí.
—¿León?
¡León! —Aprovecha para gritar Sénior a su otro hijo al verlo pesar por delante
de nosotros—. Acércate aquí, hombre, ven un rato con tu viejo, tu hermano y tu
amigo.
—¿Qué
hay de nuevo, viejos? —dice colocándose entre su padre y su hermano.
Me
guardo una imagen de la estampa que estoy contemplando: los tres Machado
juntos, abrazados por los hombros formando una cadena humana. Quizá es por las
horas, pero me resulta un dibujo conmovedor. ¿Cuántas desgracias hay que
soportar para valorar una noche así?
Mi
pregunta queda sin responder. El disc-jockey ha lanzado su ultimátum: la última
y me voy. Es un tema comercial, de moda. Creo que es work, aunque no me fío mucho de mi memoria. Estoy un poco separado
del trío Machado, concediéndoles su espacio a la vez que observando el conjunto,
cuando es otra figura la que me llama la atención. Está sola en mitad de la
pista, defendiendo las Termópilas como si se tratara de la última espartana.
Fuerzo la vista y entiendo súbitamente que no podía ser otra persona: se trata
de Isabel Allende, la madre de los Machado, deslizándose por la pista de tal
forma que sólo se puede describir como dándolo todo.
—Escucha,
Manuel —pregunto a Sénior mientras que trato de grabar la escena al completo en
mi memoria—. ¿Recuerdas la frase que dijiste ayer, en la barbacoa, sobre los
suspiros? ¿A qué te referías exactamente?
—Tú
espérate a tener unos cuantos años más, Jorge. De momento ni siquiera llegas a
los treinta, y todavía te falta mucho mundo por ver.
No hay comentarios:
Publicar un comentario