lunes, 29 de agosto de 2016

En ascuas (6/8)

Memoria número VI:
Es tarde. Muy tarde. Una hora en la que la mayoría de gente ya está pensando en levantarse y no en acostarse. Yo lo noto en mi cuerpo: mis músculos prefieren estar relajados a acometer esfuerzos, si veo una silla, me adueño de ella. Me cuesta concentrarme, más de lo habitual; el runrún del sueño merodea por mi cerebro como un manto de niebla. Tengo los ojos enrojecidos, aunque todavía no debo luchar para mantenerlos abiertos. Por último, levanto la vista al cielo y está negro, negrísimo, moteado de pequeñas estrellas incandescentes. Al menos se ven las estrellas. Por lo menos no está a punto de despuntar el sol.
Llegadas estas horas sólo quedan en pie los valientes y los que son demasiado cobardes para irse a dormir. Los cobardes hemos formado un círculo de sillas, como si nos reuniéramos en torno a una hoguera, sólo que el medio está vacío. Los valientes siguen en la pista de baile, enérgicos, pues saben que mientras quede uno solo de ellos no se va a dar por terminada la fiesta.
Han tratado de convertirme a mí mismo en un valiente. Se ha acercado una rubia desconocida y me ha agarrado por el brazo. Ven a bailar, Jorge. Conocía mi nombre, así que seguramente me la han presentado a lo largo del día. Yo no la recuerdo y ni siquiera me siento mal por ello, no puedo recordar a todo el mundo. La cuestión es que he rechazado la invitación, suavemente; más que rechazarla la he declinado, siendo todo un caballero, esforzándome por alegar alguna clase de excusa poco creíble. La rubia, sin embargo, no quería dejarme ir. Me agarraba la muñeca con fuerza, no llegándome a hacer daño pero sí con excesiva fuerza, algo poco común en alguien que sólo conoces de hace unas horas. Sé que he pensado que no debería tomarse tantas confianzas, que si le he dicho que no es que no, y no necesito justificarme. Pero sólo lo he pensado, no lo he dicho, porque Júnior ha acudido en mi ayuda. Déjalo, ha dicho, Jorge es un bailador de segunda fila, no de primera. La rubia ha encogido los hombros y se ha evaporado sin molestarme más.
De momento somos tres en el círculo de los cobardes: León, el Vikingo y yo. León y el Vikingo hablan de sus cosas, a las que no presto atención porque estoy absorto en las mías. Sin embargo, sí me fijo en la modulación de sus voces; León bastante grave, convincente,  en cambio el Vikingo, a pesar de su aspecto habla bastante agudo, en tesitura de tenor. En el fondo no me importa, no necesitas tener una voz preciosa para que preste atención a tus palabras, me basta con que tu mensaje sea interesante. Y el Vikingo tiene muchas cosas interesantes a decir.
Antes, contemplo cómo la figura de don Limpio va de un lado al otro, implacable. Camina como si estuviera furioso, como si necesitara ponerse en marcha para evitar que la ira lo consumiera por dentro. Seguramente tiene todavía tareas por delante: asegurarse de que los camareros cumplan con los horarios, vigilar que no haya cristales rotos por todas partes, qué sé yo. Al fin y al cabo es su trabajo, no el mío, y no creo que cobre mal por desempeñarlo. 
Creo que estoy inquieto, jugueteando con el cigarrillo que antes me ha liado Rita, sin acabar de decidirme a llevármelo a los labios.
—Cuéntale, cuéntale, va —Es la voz de León, apremiando al Vikingo—. La historia esa de cuando fuiste al Sónar con Felipe.
El Vikingo empieza a hablar pero yo estoy muy cansado y disperso y no me entero de nada. Soy medio consciente de que la historia vale la pena, de que me alegraré de haberla escuchado, así que emprendo un esfuerzo activo para prestar atención.
—Por eso, no teníamos mucho dinero y necesitábamos conseguirlo cuanto antes —dice la voz, aguda pero aterciopelada, del Vikingo. La historia ya está empezada pero confío en no haberme perdido nada trascendente—. Nuestro objetivo era ir al Sónar, así que Felipe tuvo una idea: ¿y si logramos que nos financien otros nuestra expedición? El plan era sencillo. El Sónar se celebra anualmente a mediados de junio, en Barcelona. Cogimos el barco aquí, en Palma, y nos plantamos en la península. De aquí no nos llevamos prácticamente nada, sólo mi furgoneta. Una vez allí, Felipe hizo uso de sus contactos y nos prestaron un buen cargamento: principalmente hachís, aunque también nos llevamos un poco de M y coca. El festival dura tres días, así que fuimos generosos. Había confianza, antiguas transacciones avalaban la fiabilidad de Felipe, así que quedamos en arreglar cuentas después. Felipe era el que partía el bacalao, el que conocía gente; yo me limitaba a proporcionar la furgoneta y mi propia presencia.
La historia se está volviendo interesante. Incluso se me está despejando un poco la mente.
Entonces —continúa el Vikingo—, conduje por media Cataluña con la furgoneta a rebosar de droga. Que si ahora tenemos que ir a Vic, luego pasar por Castelldefels, dirigirnos a Hospitalet… Yo con un miedo en el cuerpo enorme, ¿y si nos paran los mossos? ¿Y si hay algún control? Los móviles de ahora tienen aplicaciones para ayudarte a evadirlos, pero no me fiaba demasiado. Felipe, sin embargo, iba más tranquilo, más confiado, como si fuera imposible que aquello saliera mal. El día anterior al inicio del festival ya nos apostamos por los alrededores del recinto. Yo no sabía muy bien cómo actuar, pero Felipe sí: con mucha naturalidad. Como si lo hubiéramos hecho toda la vida. Y funcionó. En pocas horas ya habíamos reunido el dinero necesario para pagarnos las entradas y aquello estaba todavía por empezar. Los tres días siguientes fueron una maravilla. No os podéis imaginar lo que ansían drogarse los extranjeros, y la cantidad de pasta que manejan. Aquí estamos en un lugar privilegiado, muchísimo sol, un buen clima. Viene aquí un inglés, pretendes cobrarle diez pavos el gramo de chocolate y se cree que es una ganga. Te lo quitan de las manos. Rápidamente corrió la voz, dos pavos majos en una furgoneta venden buen material a precio asequible, y en dos días vendimos todo lo que teníamos. ¡En dos días! Teníamos dinero de sobra para pagar a los proveedores, las entradas, el billete de barco e incluso volveríamos a Mallorca con un pellizco extra. La jugada nos había salido redonda y, encima, el tercer día podíamos dedicarlo exclusivamente al festival en sí.
—¿Qué maravilla, no? —pregunta León.
—No te lo puedes ni imaginar, hay que estar ahí para entenderlo. La música es extraña, no te voy a mentir. Rollo electrónico y experimental, viene de perlas para vender droga. Pero el ambiente… es totalmente imposible de describir. Es como si la gente mutara al entrar en un festival, ¿entendéis? No sólo en éste, sino en todos. Dejan de ser ellos mismos, se convierten en otra cosa. A ver, no faltan los que buscan malos rollos y dar el palo a algún pobre desgraciado, pero son la excepción. Muy al contrario, la mayor parte de los asistentes parece haber encontrado la paz: están experimentando la plenitud, fusionándose con el cosmos. Suena muy etéreo, lo sé. Voy a poneros un ejemplo:
Era el tercer día del festival, más de las seis de la mañana. Se respiraba un aire de despedida; todos éramos conscientes de ello pero nos resistíamos, pensando: va, una canción más, hasta que salga el sol, y luego todavía queda el bis de cortesía. Un poco lo que está ocurriendo ahora mismo aquí —añade el Vikingo mientras señala hacia la pista de baile, donde una docena de personas siguen entrelazándose los unos con los otros—. Yo en primera fila, cómo no, disfrutando del evento como el que más, porque me lo he currado, he arriesgado y me ha salido bien y me lo merezco. No paro de dar vueltas, de girar, de hacer el animal, y no me preocupa. Felipe está a mi lado, portándose de forma parecida. ¿Verdad? Lo busco y no lo veo. ¿Dónde habrá ido? Me doy una vuelta, esquivando vasos de plástico y codazos ajenos. No lo veo. Habrá ido a mear, o habrá salido un momento. No pasa nada. Deshago mis pasos y me vuelvo a mi lugar de origen, donde sé que Felipe será capaz de encontrarme, pero de camino algo llama mi atención. Se trata de un loco vestido de torero.
—¿Un tío vestido de torero? —escucho que pregunta mi propia voz.
—Un puto torero, tío. Es decir, no un torero de verdad, pero un tío con un traje de luces. Yo soy totalmente anti-taurino, no te creas. Torturar un pobre animal… bien podríamos volver a echar cristianos a los leones. Sin embargo, aquél torero me llamó la atención por varios motivos. El primero, no era un torero de verdad, no había nada que lo uniera a la ideología que rechazo. Aquel chaval sólo quería llamar la atención; seguramente era un extranjero que, viendo en algún lado que lo más típico del país son los toros y los trajes de sevillana, había querido vestirse en consecuencia. Recuerdo que en ese momento pensé: este tío, vale, se ha equivocado, se ha vestido de torero, vaya cagada, pero la intención es buena, pues pretende fusionarse con la cultura local, comprenderla, formar parte de ella. Incluso me enternecí un poco, la verdad, como si recuperara mi fe perdida en la humanidad. El segundo motivo, no paraba de dar capotadas. Una y otra vez. Con brío, con garbo. Me acerqué a él y le pregunté en inglés que cómo estaba, si se lo estaba pasando bien. No me respondió. Se acercó un amigo suyo, o eso supongo, y me dijo que estaba en trance, que llevaba las últimas ocho horas ahí, de pie, capote va, capote viene, sin responder a ninguno de los que se le acercaban, incluidos sus conocidos. Me quedé un rato allí, admirándolo: su energía no parecía tener fin. Llevaba unas gafas de sol que le oscurecían el semblante a la vez que le tapaban los ojos. Debía tenerlos inyectados en sangre, a punto de explotar, pero eso todavía no le importaba. Un detalle más: el capote, mitad fucsia, mitad amarillo, tenía unas luces incrustadas que se encendían y apagaban a intervalos regulares. Como si se trataran de luces de navidad Todo muy cutre, materiales de muy mala calidad, posiblemente comprados en los chinos. Pero ese detalle me bastó para acabar de concederle un mote apropiado: el Cibertorero.
Me cansé de estar allí de pie y volví a la primera fila, abriéndome camino a base de fuerza. Si vas a un festival más te vale dejar las sutilezas en casa. Al llegar, Felipe había vuelto. No le pregunté dónde había estado, sino que le relaté mi encuentro con el Cibertorero. Le conté también el buen rollo que me había transmitido, así como todas las reflexiones que había articulado en la última media hora. No sé muy bien si Felipe entendió algo de todo aquello. Lo que sí sé es que me miró muy fijamente y explotó, de verdad, literalmente explotó en risas y lágrimas.
—¿Y eso, se estaba riendo de ti?
—¡Vaya si lo estaba haciendo! Resulta que el Cibertorero le había comprado, él solito, la mitad de toda nuestra cocaína.
Cinco o diez minutos después el Vikingo se levanta y se aleja unos pasos, de la mano de una mujer. Ella es bajita, morena, no especialmente guapa ni atractiva. El Vikingo la mira, o eso creo, con dulzura infinita. Ella estaba bailando mientras que el Vikingo nos relataba su historia. Ahora, se han vuelto a juntar. Los veo andar, lentamente, tranquilamente, modestamente. El Vikingo se gira hacia nosotros y susurra unas palabras de despedida. Se van, que ya es tarde. Ella también corea su adiós y los veo perderse en el parking, algo totalmente corriente pero a la vez sobrenatural; dos entes en el proceso de convertirse en uno. Siento envidia.
Imagino la tibieza de un amor cotidiano. Nada de fuego llameante, ni pasiones incandescentes. No pienso en un amor que lleva encerrada la furia que parecía antes poseer a don Limpio. Qué va, se trata de algo mediocre, normal, pero, otra vez, de algo insólito: dos personas que acuden a la boda de un viejo amigo, comen, bailan, cenan, hablan y luego se recogen el uno al otro y vuelven para casa. Juntos pero separados, experimentan el placer de ser uno mismo y a la vez ser dos. Es bello, me digo, muy bello. Y vuelvo a sentir una punzada de envidia.
Mientras pienso en esto, León ha desaparecido. Estoy solo en el círculo de los cobardes. Llevo a cabo un vano intento por encontrarlo sin moverme del sitio y fallo estrepitosamente. No me apetece moverme, vuelvo a sentirme cansado. Cierro los ojos y me prometo que no me voy a dormir, que sólo estoy cojo fuerzas unos segundos. Cuento hasta treinta y los vuelvo a abrir a base de fuerza de voluntad. Cuando lo logro, hay alguien a mi lado.
—Me fijé en cómo los veías irse —dice la voz a mi lado.
Giro la cabeza para ver quién me habla y veo un hombre alto, delgado y calvo. Por supuesto no se trata de don Limpio, quien está mucho más gordo. Es uno de los invitados, aunque no sé a qué subgrupo pertenece.
—¿Crees que son felices? —pregunta el recién llegado.
La cuestión ni siquiera me coge por sorpresa. Esta boda está siendo un desfile de personalidades.
—No tengo ni idea —respondo—. Creo que tienen algo de lo que yo carezco, y por eso siento envidia.
—Ah, ya veo. La felicidad es abstracta hasta que la experimentas.
Sus palabras se me antojan inescrutables. ¿Qué querrá decir? Así que se lo pregunto. Si se ha sentado a mi lado es que tendrá una buena razón para ello. O quizá no, me recuerdo a mí mismo antes de oírlo hablar.
—Es muy sencillo: pensar las cosas no sirve de nada. La vida no está en el interior de nuestra cabeza sino en el exterior. Necesitamos estímulos, vista, gusto, olfato, oída, tacto. Experimenta cada uno de ellos, interactúa con el mundo que te rodea. Únicamente cuando lo estás viviendo aquello se vuelve real; luego sólo quedan el recuerdo o la esperanza de que vuelva, el pasado y el futuro, dos guarras llenas de promesas que nunca te llevan a nada.
Me fijo en la figura que tengo delante. Está algo demacrado y la falta de luz le confiere un aspecto enfermizo. Durante todo este rato ha estado liando un canuto, por lo que la duda entra en escena: ¿Se trata de un genuino filósofo o de un tío muy fumado? No tengo todavía la suficiente información como para poder discernir. Se acaba de liar el canuto y me pregunta si tengo fuego. Le alcanzo mi mechero. Fuma largamente antes de ofrecérmelo.
—Sólo es tabaco. ¿Querés una calada?
Lo acepto y le doy las gracias.
—Mierda, cuanto más tiempo paso en España, más cerrado se vuelve mi acento argentino —añade él mientras una sonrisa torcida se adueña de su boca.
Nos reímos. Me hace toser ligeramente. Le devuelvo el cigarrillo. Se lo queda mirando, pensativo.
—Yo compartiría hasta el último trozo de pan —dice el argentino—. Una vez que has experimentado el hambre, no se lo deseas a nadie más. O eso o eres un ser vil. Yo tengo ya treinta años y allá, en Argentina, ya hemos pasado más de cuatro crisis económicas. Para que luego hablen de Europa. ¿Alguna vez has llevado una camiseta Nike o Adidas?
—Sí, por supuesto —le contesto. Noto en su tono de voz que no pretende reprocharme nada. Sólo quiere exponer su punto de vista.
—Yo llegué a los veinte sin haber llevado nunca una remera de primera mano, ya no hablemos de ropa de marca. Veinte años llevando pantalones usados, el cien por cien de las veces. Esas cosas te marcan, ¿entendés? Vos y yo no podemos tener la misma mentalidad, la misma forma de comprender el mundo, porque no hemos vivido la misma infancia.
Los malditos prejuicios, lo veo liar un cigarrillo y hablar de temas poco comunes y ya doy por hecho que es un yonqui, cuando en realidad el argentino está totalmente sereno y no desvaría: su hilo argumentativo es claro, me está conduciendo hasta un punto en concreto. Siento curiosidad por saber cuál es.
—Por eso —continúa él— es tan importante la experiencia. Porque no eres nada de lo que piensas sino de lo que haces, de lo que vives, de lo que experimentas. Y hoy en día tenemos miedo a experimentar. ¡No te drogues, que eso es malo! —Aprovecha el momento para volver a ofrecerme el cigarrillo—. ¿Quién eres vos para decirme qué puedo y qué no puedo hacer? ¡Nadie! Hay que experimentar con uno mismo, carajo. Te lo debes a ti mismo, de verdad. Miedo, miedo y miedo. A las drogas, a la muerte, a lo desconocido. Miedo es el que tienen  los de arriba a que aprendamos a reflexionar por nosotros mismos, a que desarrollemos un espíritu crítico. Eso sería fatal, porque luego nos preguntaríamos por qué carajo tienen que estar ellos arriba y nosotros abajo. Por eso hay normas, por eso existe este término que tanto odio, normal, una mentira expandida a los cuatro vientos. ¿Quién carajo es normal? ¿Vos? ¿Yo? Nadie es normal. Sólo el hecho de tener un conocimiento pobre de alguien te lleva a calificarla como normal. Todos somos mundos, pequeños universos compactos, inexplorados… Pero no interesa. No podemos conceder tanto valor a los demás, o entonces nos veríamos obligados a respetarlos. Si aquél pobre niño es un universo virgen, ¿con qué cara lo atas a la mesa y lo obligas a coser chamarras Nike durante doce horas al día? Nadie sería capaz de hacerlo. Por eso nos ocultamos tras empresas, lobbys, asociaciones, culturas, razas. Colectivos, en general. Algo que nos designe como un conjunto y no como individuales. Algo que nos permita quedarnos a la sombra, que nos evite tener que experimentar y conocer. Porque, imagínate que, de golpe, te das cuenta de la verdad, aceptas que la vida es un instante, un presente que dura exclusivamente hasta que se acaba. ¿Cómo diablos consientes en dedicar tu vida a conseguir dinero para pagar el carro que no necesitas? Sólo hay una respuesta, el miedo. Miedo, miedo, y más miedo. Yo pensaba que el miedo más atroz lo sentía un niño pequeño cuando su madre le apagaba la luz y lo dejaba solo. ¡Cuánto me equivocaba! El miedo más intenso lo siente un bróker al imaginarse a él mismo como hombre más rico del mundo, porque entonces se vería obligado a plantearse la pregunta de oro: ¿y ahora qué?
Me quedo fascinado con sus palabras. Será verdad que los argentinos tienen una verborrea especial. Necesito unos segundos para organizar todos los conceptos que me ha lanzado, para comprender el verdadero alcance de sus palabras. Pero él no está dispuesto a concederme una pausa.
—Y luego está la temática estrella, el hit de la noche. Imagínate que hay un tsunami, no aquí, en Mallorca, donde todavía no estamos tan jodidos. No, por ejemplo en Tailandia,  en Japón o en cualquier otro país del sudeste asiático, como los que hubo a principios de los 2000. Los animales empiezan a correr para huir, y a todos nos parece aceptable: ¿quién querría quedarse a contemplar cómo la ola se cierne sobre ti y te devora? Bien, pues vayamos de los desastres naturales a los que causamos nosotros mismos. Por ejemplo, la que conoceremos en el futuro como Tercera Guerra Mundial, todo el marrón que hay ahora en oriente próximo y el norte de África, la primavera árabe de hace unos años, en Egipto, en Libia, y ahora toda la problemática de Siria. ¿Cómo tenés los cojones tú, en tanto que político, de sentarte en una buena mesa, trajeado, usando corbata, y decir con total naturalidad que esos pobres seres humanos son ilegales en tu país de bien y que por lo tanto deben quedarse al otro lado de la frontera.
—Yo no los tendría. Por eso nunca me plantearía entrar a político. Sólo los viles logran llegar lejos.
No recibo respuesta. Miro a un lado y al otro, pero vuelvo a estar solo. El argentino se ha ido así como ha llegado, misteriosamente. Ya a lo lejos atisbo su figura, el perfil aguileño, la calva reluciente con pequeñas gotitas de sudor. Se dirige a la pista de baile, a llevar a cabo la función que se ha autoimpuesto: no permitir que la fiesta se acabe. Él también es consciente de cuán valioso es un día de celebración.

No me molesta que no se haya despedido, al revés, estoy contento de que el encuentro haya transcurrido así, como dos fugitivos encontrándose casualmente en algún territorio neutral, demasiado preocupados por la justicia como para echar cuentas a las formalidades.

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