Jorge Feix
Huir
siempre es huir de algo, si nada te persigue ni siquiera te molestas en correr,
porque huir es algo que tienes que hacer a cierta velocidad, con cierto miedo,
y sólo queda a tu elección si prefieres echar la vista atrás y contemplar sobre
el hombro aquello que queda a tus espaldas o, al contrario, fijarla en el
frente y concentrarte en la huida.
A
las nueve de la mañana ya me encontraba agazapado en el sofá cancerígeno,
viendo la televisión o haciendo como que la veía. Me había levantado a las ocho
en punto, destrozado a causa de la falta de horas de sueño. Me duché, me vestí
y no desayuné nada. Gané la calle con desgana y enfilé hacia la parada de
metro. Cogí el tren hasta Plaza Universidad y me pasé el trayecto, de cuatro
paradas, con la vista fija en mis zapatos. Asomé por la boca del metro y el
imponente edificio que daba nombre a la plaza hizo que me replanteara mi futuro
inmediato. Desanduve mis pasos y, otra vez, cogí el primer metro dirección
Sagrada Familia.
A
las nueve y diez León Machado salió de su habitación frotándose los ojos. Me
saludó, sorprendido de verme, aunque la sorpresa fue recíproca porque los dos
solíamos levantarnos pasado el mediodía, y se dirigió al baño con pasos muy
lentos e inseguros. Él sí que desayunó, a mi lado, en pijama, mientras
escuchábamos las noticias –no nos importaban- de boca de una presentadora de
televisión no especialmente guapa. A las nueve y media él se fue a la facultad
y yo cambié de canal como un autómata, como si su ausencia me hubiera cogido
desprevenido, como si me descubriera a mí mismo mirando la televisión desde
fuera, en tercera persona, como un simple espectador y nada de aquello tuviera
sentido. Me angustié y no pude asegurar si me sentía angustiado a causa de la
ausencia de León o simplemente porque otra vez había dejado de ir a clase.
A
las nueve y quince volví a vislumbrar la figura de León acercándose a la sala
por el pasillo, y entre risas, como si fuera un detalle carente de importancia,
me dijo que llovía y algún cabronazo madrugador se había llevado la última
bicicleta, por lo que no podía llegarse a su universidad. Le pregunté por qué
no cogía el metro y me dijo que por un día tampoco pasaría nada. Y día tras día
ya llevábamos varios meses sin cumplir nuestras obligaciones.
La
excusa era mala, malísima, pero nos satisfacía a los dos. En cierto modo nos la
creíamos y de este modo huíamos de la responsabilidad; nos refugiábamos en nuestra juventud, nuestra inteligencia y
nuestro supuesto control para seguir pasando las mañanas sentados en nuestro
característico sofá, un esqueleto de sofá, el único sofá del mundo que resultó
ser más incómodo que el suelo desnudo; pero nuestro sofá al fin y al cabo. El
sofá tenía sólo dos plazas –aunque podían apretarse tres personas si hacía
falta- y yo siempre me sentaba en la parte izquierda. Así que, con León a mi
derecha, encendimos la consola y nos regocijamos, babeamos, metafóricamente, ante
el rato que se nos presentaba delante, nos alegramos de tenernos el uno al
otro, de comprendernos, de convivir con alguien afín, de compartir el tiempo
con una persona que también cree que la educación está jodida, que las clases
son una pérdida de tiempo y que cualquier subterfugio es válido a la hora de
evitarlas.
Jugamos
como los niños que éramos, niños con cuerpo de adulto pero niños, pequeñas
criaturas vivientes que no están preparadas para asumir el papel que exige la
madurez, y realmente lo pasamos bien, disfrutamos y aceptamos de buen grado el
tremendo regalo que es la vida. A las dos de la tarde dejamos de jugar un
momento para comer. Yo hacía la comida y él lavaba los platos porque yo
cocinaba mejor que él o siempre me gustó creer eso aunque seguramente
cocinábamos exactamente igual de mal. A las dos y media llevé sendos platos de
espagueti carbonara al salón y comimos viendo otro telediario. Las noticias nos
resbalaban, impertérritos, el mundo exterior no podía hacer mella en nuestro
ánimo y, por lo tanto, las catástrofes que enumeraba la presentadora –esta sí
que era realmente guapa, de una belleza muy serena, clásica- se nos antojaban
inventadas o quizá simplemente tan ajenas a nosotros que tanto daba que fueran
realidad o ficción. Éramos en cierto modo incorruptibles: refugiados en nuestro
destartalado sofá habíamos creado una biosfera pura e impenetrable donde la
realidad, la dura, triste realidad, extremadamente sólida y tangible, no podía
entrar por más que lo intentara.
Por
la tarde, excepto contadas excepciones, recibíamos las visitas de personajes de
la más variada calaña, individuos que curiosamente encontraban agradable
nuestra compañía o quizá lo extraño sea que nosotros agradeciésemos la suya.
Por diferentes circunstancias habían pasado a formar parte de nuestro grupo de
amigos y ejercían un complejo sistema de rotaciones mediante el cual acabábamos
viéndolos a todos al menos varias veces al mes. Uno de los más asiduos era el
doctor Moragues, el estudiante de medicina Roberto Moragues, tranquilo,
industrioso, el único de entre todos nuestros conocidos que llevaba los
estudios al día y que, muy probablemente, acabaría siendo un cardiólogo o un
dermatólogo o quizá, aunque esto es algo más difícil, un neurólogo respetado.
Veíamos a Moragues por lo menos dos o tres veces a la semana y su excusa para
pasarse por el piso era muy sencilla: vivía oficialmente ahí. O por lo menos
pagaba puntualmente el alquiler. En la práctica hacía unos pocos meses que se
había echado una novia extranjera, finlandesa, según nos explicó, y escurría la
mayoría de las horas deambulando entre el hospital de la Vall d’Hebron y el
pisito que la finlandesa compartía con su hermana en la zona de Hospital
Clínic. Moragues, que se levantaba tan temprano que al cruzar el umbral todavía
no habían puesto las calles, aparecía por casa normalmente sobre la hora de
comer –su hora de comer, no la nuestra- y la mayoría de las veces nos
encontraba a León y a mí dormidos. Contaba historias sobre el hospital, sobre el pasotismo que parecía poseer el ánimo de cualquier doctor consagrado, sobre el departamento de oncología infantil, un sitio especialmente lóbrego y plomizo,
sobre el área de cuidados intensivos dedicada a los quemados, reconocida a nivel
europeo.
Un
día nos habló de un hombre que resolvió disfrutar de un domingo cualquiera en
el campo, metió cuatro útiles en una mochila, subió a su mujer al coche y así,
improvisadamente, condujo hasta un camping situado en las afueras de
Castelldefels llamado Stella Maris. Allí pensó que sería buena idea comer al aire libre así que sacó
el infernillo portátil, lo conectó a la bombona de butano y entonces se
despreocupó y se fue a hacer otras cosas. Oyó un ruido como de explosión junto
a un grito desgarrador y volvió corriendo para contemplar como su mujer yacía
en el suelo, con fragmentos de piel todavía incandescente y pequeñas esquirlas
naranjas hendiéndole toda la superficie corporal como resultado del estallido. Tuvieron
que trasladarla a Vall d’Hebron en helicóptero y allí la encontró Moragues,
vendada casi en su totalidad. Según nos explicó, a los quemados se les
practicaban injertos de su propia piel para evitar posibles rechazos, pero en
este caso, debido a que más de un ochenta por ciento de la superficie resultó
afectada, tuvieron que injertarle piel de cerdo. Al final salvó la vida.
La
aportación más notable del doctor Moragues al piso fue una batería eléctrica Roland.
Moragues, médico de vocación y músico por insistencia, pasaba el poco tiempo
que no ocupaba en sus estudios o en su señora encerrado en la habitación más
pequeña del piso, poco más que un armario grande, que nos orgullecíamos de
llamar el estudio. Allí, con sus cascos, golpeaba sordamente una y otra vez los
platos y a León y a mí, en el salón, apenas nos llegaba el murmullo ahogado y a
la vez inconfundible de un par de baquetas rebotando contra el plástico. Además
de la batería, el estudio, desafiando las leyes de la física, estaba repleto de
guitarras y bajos eléctricos, pedales, micrófonos, amplificadores y demás
enseres relacionados. Una mañana, mientras Eloi, del que hablaré más tarde,
subía por las escaleras –siempre ha sido una persona muy activa, rechazando los
ascensores cuando es posible- fue abordado por un vecino, preguntándole si
vivía en el primero primera. Él respondió que no, pero que lo visitaba
asiduamente y conocía los inquilinos, así que intercedió por el vecino y vino a
buscarme a mí para que escuchara lo que tenía que decirme. El vecino, cuyo
nombre ya he olvidado, se me apareció en la entrada, rondando la treintena
aunque envejecido, con pronunciadas entradas -¿quizá a causa del estrés?-,
empujando un carrito de bebé donde supuse que descansaba su hijito. Recuerdo
que pensé, ya está, al final alguien tenía que quejarse de los músicos, es ley
de vida, pero no, muy educado, es más, educadísimo, aquel vecino anónimo me
pidió por favor si podíamos disminuir los decibelios por las noches, mientras
jugábamos a la consola, que él también había sido joven y nos entendía pero que
ahora tenía un bebé, cuya habitación daba pared con pared con nuestro salón, y
si lo despertaban nuestros gritos a horas intempestivas resultaba un esfuerzo
titánico lograr que volviera conciliar el sueño.
A
las cuatro de la tarde sonó el timbre y León, desde el baño, me pidió que
abriera. Accioné el botón sin preguntar quién iba y reanudé mis tareas
consistentes en sentarme y no hacer nada. Al poco tiempo pude comprobar cómo
dos siluetas de casi metro noventa cada una subían un par de sillones
directamente por las escaleras. No me moví del sofá sino que esperé allí,
calmado, observando como un general las maniobras que llevaban a cabo aquellos
dos hombretones con el objetivo de embutir las dos faraónicas butacas en
nuestro menoscabado salón. Sus nombres –el de los hombres, no los sillones-
eran Diego Santana y Ricard Balcells. Antes de que preguntara nada, tomando la
iniciativa, me relataron cómo habían encontrado las butacas de camino al piso, cerca de los cubos de
basura, y al acto pensaron que sería buena idea contar con algún asiento extra
más allá del ya famoso sofá. Precisamente entonces se reunió León con nosotros
y saludó efusivamente a los otros dos, como agradeciéndoles el detalle, como si
en lugar de dos sillones de 40kg, cada uno, hubieran traído una botella de vino
para cenar. Santana y Balcells, si bien originariamente amigos de León, se
habían convertido en parte de mi vida diaria. Entre bromas y cháchara
intrascendente Diego me pidió que le contara a Ricard la anécdota de cómo nos
conocimos.
En
realidad nos conocimos cuatro o cinco años atrás, en un partido de baloncesto,
pero eso no cuenta. Empezamos a codearnos hace qué, quizá uno o dos años. Yo
por entonces ya vivía con León en un piso no muy lejos de aquí, en la calle
Marina. Le abrí la puerta de casa y se presentó, hola, soy Diego, he venido a
ver a León. Recuerdo que me pareció noble y me cayó bien al instante. Lo invité
a pasar y justamente León estaba encerrado en su habitación con Leire –León,
tangencialmente, dijo que no era momento para hablar de Leire y lo obedecí sin
rechistar-. La cuestión es que estarían discutiendo, peleándose o cualquier
cosa que necesitara intimidad y, sin salir de la habitación, León gritó que un
momento, que ahora mismo salía. Diego, conociendo la peculiar temporalidad que
caracteriza a Machado, se acercó a mí y encendió el portátil de éste. Me pidió
la contraseña del ordenador y yo, sin titubear, se la di. Entonces nos pusimos
a jugar juntos, como si nos conociéramos de toda la vida y cuando León salió
por fin de su cuarto lo primero que hizo fue preguntar a Diego qué coño hacía
en su PC, entre sorprendido y ofendido, a lo que Santana contestó que se había
encendido solo.
León
aprovechó para defenderse y asegurar que se estaba reformando, que ya no
llegaba tarde a las citas. Ricard prorrumpió en una risotada estruendosa y
Diego me miró cómplice, encantado con la manera en que había contado la
anécdota. Balcells, curioso, preguntó por Leire y yo le contesté que era lo
peor que jamás le había podido pasar a León. Él mismo explicó que se trataba de
una vasca que estudiaba algo relacionado con la pintura en la Escola Massana y
que había estado liado con ella. Poco a poco fue muriendo la conversación o
simplemente cambiando hacia derroteros algo más alegres. Ricard Balcells era
natural de Castellón. Entre nosotros solíamos hablar castellano pero, al
dirigirnos específicamente a él, teníamos la costumbre de cambiar al catalán.
Su acento valenciano, cerrado y plagado de errores léxicos y gramaticales nos
resultaba insoportable a la vez que lo convertía en un personaje entrañable.
Estudiaba algún tipo de ingeniería y sentía auténtica devoción por la cultura
Hip hop: con León podía hablar horas y horas sobre los diferentes estilos,
formas y recovecos del rap. Con Diego no paraban de hacer planes; tenían que
reunir sus sprays y hacer un viaje a Francia, en la frontera, donde sabían de
buena tinta que había un vagón de tren abandonado e inmaculado el cual podrían
pintar. A mí no me apasionaba nada de eso pero siempre tuve la sensación de que
me respetaba, quizá de forma colateral, el tipo de respeto indirecto que
sientes por alguien cuyas referencias has llegado a reverenciar en algún punto
de la vida.
Sobre
las seis o las siete de la tarde se escuchó el sonido del timbre y, por fin,
fue León el que atendió la llamada. Anunció entre redobles de tambores
metafóricos que se disponía a subir las escaleras nada más y nada menos que
Eloi Seguí. Lo aclamamos como un héroe. Eloi era, sin duda alguno, el más
inteligente de entre todos nosotros. Si hubiera nacido en Rusia a mediados del
siglo XIX nos encontraríamos ante un segundo Pléjanov. Sin embargo
nació en Barcelona a finales del XX y por lo tanto dejó la carrera de
empresariales al primer año para convertirse en un anarquista redomado. Un ser
profundamente teórico –cuya teoría, inevitablemente, lo había llevado a ser
increíblemente práctico- que valoraba la coherencia por encima de todas las
cosas. Y las drogas.
Por
aquel entonces se habían popularizado en Barcelona las llamadas asociaciones,
sin especificar de qué. Las asociaciones no eran nada más que clubs privados
donde vendían drogas blandas a sus socios. Eloi, que sin duda sabía moverse y
conocía la ciudad, se había hecho miembro de varias y por lo tanto ejercía como
el principal camello del grupo. Diego también tenía sus contactos, pero su
material solía provenir del ámbito rural, donde la planta de la marihuana
crecía en el exterior y por lo tanto su calidad distaba mucho de los cultivos
interiores con los que nos proveía Eloi.
Lo
acogimos como el mesías pues ese día nadie tenía nada para fumar y Seguí se
presentó con veinte euros de hachís extraído con hielo seco. Trasladó una silla
de la cocina al salón y nos dispusimos formando un pentágono en torno a la
raquítica mesa en la que comíamos, jugábamos y usábamos como estante para
cualquier cosa. León y yo ocupando el sofá, a modo de base; a mi izquierda Diego
y a la derecha de León estaba Ricard, cada uno espatarrado en su propio sillón
nuevo. En la punta del pentágono, ocupando una posición privilegiada, se encontraba
Eloi, sentado en una escuálida silla de madera, una silla incomodísima, deshaciendo con
los dedos la china de chocolate mientras, sobre sus rodillas, muy juntas en
contraste con la postura viril que adoptaban los otros, descansaba un libro:
las Meditaciones de Marco Aurelio.
Teníamos
por costumbre recitar un pasaje de las Meditaciones antes de cada canuto.
Éramos, en cierto modo, ilustrados. Una cosa es ser joven y estar perdido y
otra muy distinta despreocupar tu educación y tu cultura. La mayoría faltábamos
a clase más de lo que íbamos; nos comportábamos de modo irresponsable y
mostrábamos cierto desapego por la higiene de nuestros hogares o descuido a la
hora de vestir, pero eso no nos convertía directamente en desechos sociales, en
inmundicias inadaptadas. Creo que nos considerábamos, silenciosamente, rebeldes; individuos que intuían una
disfunción evidente en la manera en que la gente normal enfocaba su vida y
nosotros, lúcidos a nuestra manera aunque incapaces de concretar el problema,
nos limitábamos a permitir que se desprendiera de nuestra personalidad una
cierta intolerancia hacia lo establecido.
Cuando
todos llevábamos ya algunas caladas alguien decidió, creo que León, poner algo
de música. Encendió su ordenador portátil y sonó Anthem, de Leonard Cohen. Nada más escuchar esa voz de bajo me
inundé de bienestar. Todos mis miedos y aprensiones se esfumaron durante los
nueve minutos que duró la canción. Al acabar, tuve un flash momentáneo en el
que contemplé el grupo al completo, hablando de mujeres, de drogas, de música,
de arte y de filosofía y de la vida, un corrillo donde convergían
individualidades totalmente dispares y de algún modo afines, una sociedad
anónima de personas anónimas, desprovistas de poder y ambición, un conjunto de
personajes propios de un vodevil estrenado en un teatro cochambroso del Raval
que, sin embargo, prácticamente a su pesar, se reunían casi todos los días para
poner en común sus desgracias y así, entre todos, lograr que se diluyeran en
una sopa de camaradería y buenas intenciones.
Todos
huíamos de algo. De los estudios, de la edad adulta, de Leire o de la Leire que
vivía en nuestros recuerdos; huíamos de la prensa amarilla, de los decanos
enfurecidos, de los idiotas con los que nos resultaba imposible forjar
cualquier vínculo empático. Huíamos mirando atrás, mirando al frente, alguno
con los párpados cerrados, alguno con más de un par de ojos.
Huíamos, al fin, porque de algún modo sabíamos
que era lo único que podíamos hacer.
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