viernes, 16 de octubre de 2015

Los Náufragos

Jorge Feix

Huir siempre es huir de algo, si nada te persigue ni siquiera te molestas en correr, porque huir es algo que tienes que hacer a cierta velocidad, con cierto miedo, y sólo queda a tu elección si prefieres echar la vista atrás y contemplar sobre el hombro aquello que queda a tus espaldas o, al contrario, fijarla en el frente y concentrarte en la huida.
A las nueve de la mañana ya me encontraba agazapado en el sofá cancerígeno, viendo la televisión o haciendo como que la veía. Me había levantado a las ocho en punto, destrozado a causa de la falta de horas de sueño. Me duché, me vestí y no desayuné nada. Gané la calle con desgana y enfilé hacia la parada de metro. Cogí el tren hasta Plaza Universidad y me pasé el trayecto, de cuatro paradas, con la vista fija en mis zapatos. Asomé por la boca del metro y el imponente edificio que daba nombre a la plaza hizo que me replanteara mi futuro inmediato. Desanduve mis pasos y, otra vez, cogí el primer metro dirección Sagrada Familia.  
A las nueve y diez León Machado salió de su habitación frotándose los ojos. Me saludó, sorprendido de verme, aunque la sorpresa fue recíproca porque los dos solíamos levantarnos pasado el mediodía, y se dirigió al baño con pasos muy lentos e inseguros. Él sí que desayunó, a mi lado, en pijama, mientras escuchábamos las noticias –no nos importaban- de boca de una presentadora de televisión no especialmente guapa. A las nueve y media él se fue a la facultad y yo cambié de canal como un autómata, como si su ausencia me hubiera cogido desprevenido, como si me descubriera a mí mismo mirando la televisión desde fuera, en tercera persona, como un simple espectador y nada de aquello tuviera sentido. Me angustié y no pude asegurar si me sentía angustiado a causa de la ausencia de León o simplemente porque otra vez había dejado de ir a clase.
A las nueve y quince volví a vislumbrar la figura de León acercándose a la sala por el pasillo, y entre risas, como si fuera un detalle carente de importancia, me dijo que llovía y algún cabronazo madrugador se había llevado la última bicicleta, por lo que no podía llegarse a su universidad. Le pregunté por qué no cogía el metro y me dijo que por un día tampoco pasaría nada. Y día tras día ya llevábamos varios meses sin cumplir nuestras obligaciones.
La excusa era mala, malísima, pero nos satisfacía a los dos. En cierto modo nos la creíamos y de este modo huíamos de la responsabilidad; nos refugiábamos  en nuestra juventud, nuestra inteligencia y nuestro supuesto control para seguir pasando las mañanas sentados en nuestro característico sofá, un esqueleto de sofá, el único sofá del mundo que resultó ser más incómodo que el suelo desnudo; pero nuestro sofá al fin y al cabo. El sofá tenía sólo dos plazas –aunque podían apretarse tres personas si hacía falta- y yo siempre me sentaba en la parte izquierda. Así que, con León a mi derecha, encendimos la consola y nos regocijamos, babeamos, metafóricamente, ante el rato que se nos presentaba delante, nos alegramos de tenernos el uno al otro, de comprendernos, de convivir con alguien afín, de compartir el tiempo con una persona que también cree que la educación está jodida, que las clases son una pérdida de tiempo y que cualquier subterfugio es válido a la hora de evitarlas.
Jugamos como los niños que éramos, niños con cuerpo de adulto pero niños, pequeñas criaturas vivientes que no están preparadas para asumir el papel que exige la madurez, y realmente lo pasamos bien, disfrutamos y aceptamos de buen grado el tremendo regalo que es la vida. A las dos de la tarde dejamos de jugar un momento para comer. Yo hacía la comida y él lavaba los platos porque yo cocinaba mejor que él o siempre me gustó creer eso aunque seguramente cocinábamos exactamente igual de mal. A las dos y media llevé sendos platos de espagueti carbonara al salón y comimos viendo otro telediario. Las noticias nos resbalaban, impertérritos, el mundo exterior no podía hacer mella en nuestro ánimo y, por lo tanto, las catástrofes que enumeraba la presentadora –esta sí que era realmente guapa, de una belleza muy serena, clásica- se nos antojaban inventadas o quizá simplemente tan ajenas a nosotros que tanto daba que fueran realidad o ficción. Éramos en cierto modo incorruptibles: refugiados en nuestro destartalado sofá habíamos creado una biosfera pura e impenetrable donde la realidad, la dura, triste realidad, extremadamente sólida y tangible, no podía entrar por más que lo intentara.
Por la tarde, excepto contadas excepciones, recibíamos las visitas de personajes de la más variada calaña, individuos que curiosamente encontraban agradable nuestra compañía o quizá lo extraño sea que nosotros agradeciésemos la suya. Por diferentes circunstancias habían pasado a formar parte de nuestro grupo de amigos y ejercían un complejo sistema de rotaciones mediante el cual acabábamos viéndolos a todos al menos varias veces al mes. Uno de los más asiduos era el doctor Moragues, el estudiante de medicina Roberto Moragues, tranquilo, industrioso, el único de entre todos nuestros conocidos que llevaba los estudios al día y que, muy probablemente, acabaría siendo un cardiólogo o un dermatólogo o quizá, aunque esto es algo más difícil, un neurólogo respetado. Veíamos a Moragues por lo menos dos o tres veces a la semana y su excusa para pasarse por el piso era muy sencilla: vivía oficialmente ahí. O por lo menos pagaba puntualmente el alquiler. En la práctica hacía unos pocos meses que se había echado una novia extranjera, finlandesa, según nos explicó, y escurría la mayoría de las horas deambulando entre el hospital de la Vall d’Hebron y el pisito que la finlandesa compartía con su hermana en la zona de Hospital Clínic. Moragues, que se levantaba tan temprano que al cruzar el umbral todavía no habían puesto las calles, aparecía por casa normalmente sobre la hora de comer –su hora de comer, no la nuestra- y la mayoría de las veces nos encontraba a León y a mí dormidos. Contaba historias sobre el hospital, sobre el pasotismo que parecía poseer el ánimo de cualquier doctor consagrado, sobre el departamento de oncología infantil, un sitio especialmente lóbrego y plomizo, sobre el área de cuidados intensivos dedicada a los quemados, reconocida a nivel europeo.
Un día nos habló de un hombre que resolvió disfrutar de un domingo cualquiera en el campo, metió cuatro útiles en una mochila, subió a su mujer al coche y así, improvisadamente, condujo hasta un camping situado en las afueras de Castelldefels llamado Stella Maris. Allí pensó que sería buena idea comer al aire libre así que sacó el infernillo portátil, lo conectó a la bombona de butano y entonces se despreocupó y se fue a hacer otras cosas. Oyó un ruido como de explosión junto a un grito desgarrador y volvió corriendo para contemplar como su mujer yacía en el suelo, con fragmentos de piel todavía incandescente y pequeñas esquirlas naranjas hendiéndole toda la superficie corporal como resultado del estallido. Tuvieron que trasladarla a Vall d’Hebron en helicóptero y allí la encontró Moragues, vendada casi en su totalidad. Según nos explicó, a los quemados se les practicaban injertos de su propia piel para evitar posibles rechazos, pero en este caso, debido a que más de un ochenta por ciento de la superficie resultó afectada, tuvieron que injertarle piel de cerdo. Al final salvó la vida.
La aportación más notable del doctor Moragues al piso fue una batería eléctrica Roland. Moragues, médico de vocación y músico por insistencia, pasaba el poco tiempo que no ocupaba en sus estudios o en su señora encerrado en la habitación más pequeña del piso, poco más que un armario grande, que nos orgullecíamos de llamar el estudio. Allí, con sus cascos, golpeaba sordamente una y otra vez los platos y a León y a mí, en el salón, apenas nos llegaba el murmullo ahogado y a la vez inconfundible de un par de baquetas rebotando contra el plástico. Además de la batería, el estudio, desafiando las leyes de la física, estaba repleto de guitarras y bajos eléctricos, pedales, micrófonos, amplificadores y demás enseres relacionados. Una mañana, mientras Eloi, del que hablaré más tarde, subía por las escaleras –siempre ha sido una persona muy activa, rechazando los ascensores cuando es posible- fue abordado por un vecino, preguntándole si vivía en el primero primera. Él respondió que no, pero que lo visitaba asiduamente y conocía los inquilinos, así que intercedió por el vecino y vino a buscarme a mí para que escuchara lo que tenía que decirme. El vecino, cuyo nombre ya he olvidado, se me apareció en la entrada, rondando la treintena aunque envejecido, con pronunciadas entradas -¿quizá a causa del estrés?-, empujando un carrito de bebé donde supuse que descansaba su hijito. Recuerdo que pensé, ya está, al final alguien tenía que quejarse de los músicos, es ley de vida, pero no, muy educado, es más, educadísimo, aquel vecino anónimo me pidió por favor si podíamos disminuir los decibelios por las noches, mientras jugábamos a la consola, que él también había sido joven y nos entendía pero que ahora tenía un bebé, cuya habitación daba pared con pared con nuestro salón, y si lo despertaban nuestros gritos a horas intempestivas resultaba un esfuerzo titánico lograr que volviera conciliar el sueño.
A las cuatro de la tarde sonó el timbre y León, desde el baño, me pidió que abriera. Accioné el botón sin preguntar quién iba y reanudé mis tareas consistentes en sentarme y no hacer nada. Al poco tiempo pude comprobar cómo dos siluetas de casi metro noventa cada una subían un par de sillones directamente por las escaleras. No me moví del sofá sino que esperé allí, calmado, observando como un general las maniobras que llevaban a cabo aquellos dos hombretones con el objetivo de embutir las dos faraónicas butacas en nuestro menoscabado salón. Sus nombres –el de los hombres, no los sillones- eran Diego Santana y Ricard Balcells. Antes de que preguntara nada, tomando la iniciativa, me relataron cómo habían encontrado las butacas  de camino al piso, cerca de los cubos de basura, y al acto pensaron que sería buena idea contar con algún asiento extra más allá del ya famoso sofá. Precisamente entonces se reunió León con nosotros y saludó efusivamente a los otros dos, como agradeciéndoles el detalle, como si en lugar de dos sillones de 40kg, cada uno, hubieran traído una botella de vino para cenar. Santana y Balcells, si bien originariamente amigos de León, se habían convertido en parte de mi vida diaria. Entre bromas y cháchara intrascendente Diego me pidió que le contara a Ricard la anécdota de cómo nos conocimos.
En realidad nos conocimos cuatro o cinco años atrás, en un partido de baloncesto, pero eso no cuenta. Empezamos a codearnos hace qué, quizá uno o dos años. Yo por entonces ya vivía con León en un piso no muy lejos de aquí, en la calle Marina. Le abrí la puerta de casa y se presentó, hola, soy Diego, he venido a ver a León. Recuerdo que me pareció noble y me cayó bien al instante. Lo invité a pasar y justamente León estaba encerrado en su habitación con Leire –León, tangencialmente, dijo que no era momento para hablar de Leire y lo obedecí sin rechistar-. La cuestión es que estarían discutiendo, peleándose o cualquier cosa que necesitara intimidad y, sin salir de la habitación, León gritó que un momento, que ahora mismo salía. Diego, conociendo la peculiar temporalidad que caracteriza a Machado, se acercó a mí y encendió el portátil de éste. Me pidió la contraseña del ordenador y yo, sin titubear, se la di. Entonces nos pusimos a jugar juntos, como si nos conociéramos de toda la vida y cuando León salió por fin de su cuarto lo primero que hizo fue preguntar a Diego qué coño hacía en su PC, entre sorprendido y ofendido, a lo que Santana contestó que se había encendido solo.
León aprovechó para defenderse y asegurar que se estaba reformando, que ya no llegaba tarde a las citas. Ricard prorrumpió en una risotada estruendosa y Diego me miró cómplice, encantado con la manera en que había contado la anécdota. Balcells, curioso, preguntó por Leire y yo le contesté que era lo peor que jamás le había podido pasar a León. Él mismo explicó que se trataba de una vasca que estudiaba algo relacionado con la pintura en la Escola Massana y que había estado liado con ella. Poco a poco fue muriendo la conversación o simplemente cambiando hacia derroteros algo más alegres. Ricard Balcells era natural de Castellón. Entre nosotros solíamos hablar castellano pero, al dirigirnos específicamente a él, teníamos la costumbre de cambiar al catalán. Su acento valenciano, cerrado y plagado de errores léxicos y gramaticales nos resultaba insoportable a la vez que lo convertía en un personaje entrañable. Estudiaba algún tipo de ingeniería y sentía auténtica devoción por la cultura Hip hop: con León podía hablar horas y horas sobre los diferentes estilos, formas y recovecos del rap. Con Diego no paraban de hacer planes; tenían que reunir sus sprays y hacer un viaje a Francia, en la frontera, donde sabían de buena tinta que había un vagón de tren abandonado e inmaculado el cual podrían pintar. A mí no me apasionaba nada de eso pero siempre tuve la sensación de que me respetaba, quizá de forma colateral, el tipo de respeto indirecto que sientes por alguien cuyas referencias has llegado a reverenciar en algún punto de la vida.
Sobre las seis o las siete de la tarde se escuchó el sonido del timbre y, por fin, fue León el que atendió la llamada. Anunció entre redobles de tambores metafóricos que se disponía a subir las escaleras nada más y nada menos que Eloi Seguí. Lo aclamamos como un héroe. Eloi era, sin duda alguno, el más inteligente de entre todos nosotros. Si hubiera nacido en Rusia a mediados del siglo XIX nos encontraríamos  ante un segundo Pléjanov. Sin embargo nació en Barcelona a finales del XX y por lo tanto dejó la carrera de empresariales al primer año para convertirse en un anarquista redomado. Un ser profundamente teórico –cuya teoría, inevitablemente, lo había llevado a ser increíblemente práctico- que valoraba la coherencia por encima de todas las cosas. Y las drogas.
Por aquel entonces se habían popularizado en Barcelona las llamadas asociaciones, sin especificar de qué. Las asociaciones no eran nada más que clubs privados donde vendían drogas blandas a sus socios. Eloi, que sin duda sabía moverse y conocía la ciudad, se había hecho miembro de varias y por lo tanto ejercía como el principal camello del grupo. Diego también tenía sus contactos, pero su material solía provenir del ámbito rural, donde la planta de la marihuana crecía en el exterior y por lo tanto su calidad distaba mucho de los cultivos interiores con los que nos proveía Eloi.
Lo acogimos como el mesías pues ese día nadie tenía nada para fumar y Seguí se presentó con veinte euros de hachís extraído con hielo seco. Trasladó una silla de la cocina al salón y nos dispusimos formando un pentágono en torno a la raquítica mesa en la que comíamos, jugábamos y usábamos como estante para cualquier cosa. León y yo ocupando el sofá, a modo de base; a mi izquierda Diego y a la derecha de León estaba Ricard, cada uno espatarrado en su propio sillón nuevo. En la punta del pentágono, ocupando una posición privilegiada, se encontraba Eloi, sentado en una escuálida silla de madera, una silla incomodísima, deshaciendo con los dedos la china de chocolate mientras, sobre sus rodillas, muy juntas en contraste con la postura viril que adoptaban los otros, descansaba un libro: las Meditaciones de Marco Aurelio.
Teníamos por costumbre recitar un pasaje de las Meditaciones antes de cada canuto. Éramos, en cierto modo, ilustrados. Una cosa es ser joven y estar perdido y otra muy distinta despreocupar tu educación y tu cultura. La mayoría faltábamos a clase más de lo que íbamos; nos comportábamos de modo irresponsable y mostrábamos cierto desapego por la higiene de nuestros hogares o descuido a la hora de vestir, pero eso no nos convertía directamente en desechos sociales, en inmundicias inadaptadas. Creo que nos considerábamos, silenciosamente,  rebeldes; individuos que intuían una disfunción evidente en la manera en que la gente normal enfocaba su vida y nosotros, lúcidos a nuestra manera aunque incapaces de concretar el problema, nos limitábamos a permitir que se desprendiera de nuestra personalidad una cierta intolerancia hacia lo establecido.
Cuando todos llevábamos ya algunas caladas alguien decidió, creo que León, poner algo de música. Encendió su ordenador portátil y sonó Anthem, de Leonard Cohen. Nada más escuchar esa voz de bajo me inundé de bienestar. Todos mis miedos y aprensiones se esfumaron durante los nueve minutos que duró la canción. Al acabar, tuve un flash momentáneo en el que contemplé el grupo al completo, hablando de mujeres, de drogas, de música, de arte y de filosofía y de la vida, un corrillo donde convergían individualidades totalmente dispares y de algún modo afines, una sociedad anónima de personas anónimas, desprovistas de poder y ambición, un conjunto de personajes propios de un vodevil estrenado en un teatro cochambroso del Raval que, sin embargo, prácticamente a su pesar, se reunían casi todos los días para poner en común sus desgracias y así, entre todos, lograr que se diluyeran en una sopa de camaradería y buenas intenciones.
Todos huíamos de algo. De los estudios, de la edad adulta, de Leire o de la Leire que vivía en nuestros recuerdos; huíamos de la prensa amarilla, de los decanos enfurecidos, de los idiotas con los que nos resultaba imposible forjar cualquier vínculo empático. Huíamos mirando atrás, mirando al frente, alguno con los párpados cerrados, alguno con más de un par de ojos.
Huíamos, al fin, porque de algún modo sabíamos que era lo único que podíamos hacer.


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