Alejandro Barceló, bar Froskurinn,
Reikjavík, Islandia, agosto de 2006:
Calíope
ya no me habla. Todo ocurrió el pasado sábado. Se materializó abruptamente en
el patio y, sin darme tiempo a reaccionar, me cantó: tenemos que hablar.
Mientras
la seguía hacia la maleza –en realidad simplemente mi propio jardín trasero,
descuidado, lleno de malas hierbas y suciedad- adoptó la forma de un tosco
granjero. Alto, gordísimo –por lo menos 150 kg-, mono vaquero desgastado sujeto
con tirantes a sus hombros, sombrero de paja ligeramente inclinado hacia un
lado. Los ojos desorbitados, las venas del cuello hinchadísimas, un reguero de
saliva deslizándose asquerosamente por sus comisuras. Jamás una musa me había
dado tanto miedo.
Sin
pronunciar palabra alguna, sacó de algún recoveco de su disfraz una escopeta de
caza y la colocó con sorprendente eficacia dos dedos por encima de mi nuez.
Pude sentir cómo el frío metal entraba en contacto con la calidez de mi piel y
un estremecimiento me recorrió la columna entera. Me costaba horrores
concentrarme en mis propios pensamientos. Entonces volvió a cantar. Es curiosa
la cantidad de maldiciones, vituperios, insultos, palabrotas y cacofonías que
puede producir la –posiblemente- voz más bella del mundo. Una voz llenísima,
una mezzosoprano de timbre dulce y embriagador con textura de miel semifundida:
-
Hijo de la gran puta –me espetó-, no sé cómo has podido atreverte a hacerme
esto. Te cuido, te mimo, te trato con tanto respeto que casi llego al nivel de
adoración; y no jodamos porque aquí la diosa soy yo y ya sabes cómo se tuercen
las cosas cuando se invierten los papeles. Te doy una oportunidad tras otra,
incansable, te perdono una, dos, tres veces y siempre acabas haciéndome lo
mismo; la pereza, la inconmensurable atracción que te produce la inactividad,
el vil placer que sientes al hacerme sentir como una mierda, al herirme de la
forma más dolorosa que has podido idear. Te bendigo con mi presencia, te
embriago con mi esencia y te conmino a hacer una sola cosa: escribir, joder,
porque soy una musa y lo que quiero es poseer a un mortal para que brille entre
los suyos. Y tú, erre que erre, ni dos versos, ni una historieta, ni una triste
línea que intente aplacar mi ira, sino que te limitas a excusarte eternamente,
Calíope es que tal, Calíope cual, Calíope perdóname, por favor, te juro que el
lunes a más tardar tendré acabado el poema.
Estoy
hasta los cojones –continuó Calíope-granjero con lágrimas en los ya enrojecidos
ojos- esta vez se ha acabado. Has colmado mi paciencia y mira que era difícil.
Un puto mortal de mierda me pone en estos aprietos. Tengo tanta rabia que
arrasaría civilizaciones enteras y sin embargo tengo que controlarme y no hacer
nada. ¿A ti se te da bien no hacer nada, verdad? Pues ya está, se acabó. Fin.
Aquel
torrente de información en forma de canto bellísimo me dejó boquiabierto e
incapaz de responder. Miento. Sí que fui capaz de responder:
-
Pero, Calíope –intenté suavizar la situación-, escucha…
-
No quiero oír ni una palabra más. Cállate. Sin excusas baratas, sin actuación victimista
ni autocomplacencia por tu parte. Ahora hablo yo y te voy a decir exactamente
lo que haremos:
Ahora
mismo, al acabar mi discurso, nos presentaremos en el cuartel más cercano de la
Guardia Civil y te denunciaré por acoso. Yo adoptaré la forma de una débil,
inocente, frágil y maleable joven y haremos el paripé delante de los agentes. Pasarás
la noche en el calabozo –abrí la boca y me acalló con un gesto de su dedo
índice-. Luego, a primera hora, mañana por la mañana, acudiremos ante el juez
de instrucción para la vista preliminar. Nos darán fecha para quizá dentro de
año y medio. No importa. Así tendrás tiempo para pensar. Y cuando por fin se
celebre el juicio lo perderás, como no puede ser de otra manera, y quedará en
tu historial una huella imborrable de lo hijo de puta que puede ser un inmortal
cabreado.
La
fecha fue fijada para dentro de dieciséis meses y el resultado ya me fue
anticipado.
En
definitiva, que la Musa me ha pedido una orden de alejamiento.
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