lunes, 25 de julio de 2016

En ascuas (2/7)

Recuerdo número II:
—¿Seguro que no quieres que te ayude? —pregunto, ansiando sentirme útil.
—No, de verdad que no. Lo quiero hacer yo mismo. Lo debo hacer yo mismo. Que es la boda de mi hermano, coño —responde León Machado.
—Ya lo sé, pero, joder. Soy yo el que quiero ganarme la vida escribiendo. No es por entrometerme, es simplemente que me gustaría participar, ¿entiendes? Formar parte, en cierta manera, de todo esto.
León Machado se queda un momento callado, reflexionando. Me fijo en que la gente empieza a dirigirse a sus asientos. La ceremonia está ya por empezar.
—Mira —me susurra León, sacándose un folio arrugado del bolsillo—. Tengo aquí unas cuantas ideas, un esbozo. Luego, a la que haya un momento libre, nos escabullimos por ahí y me dices qué te parece, ¿vale?
Asiento con la cabeza y, entre los dos, se manifiesta silenciosamente un hombre. Es alto, calvo y le sobran unos cuantos kilos, pero se mueve con soltura por toda la finca. Seguramente se trate del organizador del evento.
—Disculpad —dice el hombre, muy formal—. Si tenéis la bondad de ir hacia allí…
E incluso la maldad, pienso para mis adentros, pero no digo nada. Sigo con la vista la dirección en la que apunta su índice y me fijo por primera vez en la escenificación:
En mitad del césped, a merced del viento, hay dos islas de sillas separadas por un pasillo de aire. La familia del novio ocupa el ala derecha, y los familiares de la novia hacen lo propio con la izquierda. Hay más personas que asientos, por lo que sólo aquellos que están seguros de merecer uno se atreven a tomarlo; madres, padres, hermanos, cualquiera que sea familiar directo deja a un lado la duda y ocupa las primeras filas, los puestos de honor. Más atrás van sentándose los primos y demás familiares lejanos. Hay varios que vienen de muy lejos, del Perú, así que seguramente piensan qué más da, he recorrido miles de kilómetros para llegar hasta aquí, bien me merezco sentarme un rato.
León me ha abandonado para colocarse en primera fila. No sólo es el hermano del novio sino también uno de los testigos. Hay una silla libre a su lado y, por un momento, estoy tentado de apropiármela. No lo hago. Sólo soy un amigo, no hay sangre de por medio, y para más inri, no vengo de otro continente sino desde Palma. En lugar de recorrer miles de kilómetros he recorrido decenas. Mejor me quedo de pie.
De golpe, la marcha nupcial me saca de mis ensoñaciones. A lo lejos, la novia  recorre extática el camino hacia el  altar. La miro a los ojos cuando pasa a mi lado pero ella no me ve a mí. Está fuera de sí, como si no acabara de entender la realidad, como si se estuviera casando otra.
A mi derecha se acaba de instalar un hombre que me llama la atención. Su atuendo es implacable: americana, camisa blanca, corbata a juego, pantalones de vestir, zapatos negros lustrados, calcetines oscuros largos; incluso un par de gemelos brillantes le adornan los puños. Como contrapunto, para equilibrar tanta solemnidad, luce una barba vikinga, roja, frondosa, exuberante. Se da cuenta de que lo estoy examinando y se ríe.
—¿Eres el amigo de León?
Asiento con la cabeza pero no me atrevo a contestar. El hombre alto y calvo del que hablaba antes está ahora junto a los novios, pidiendo silencio. Imagino que él mismo será el encargado de oficiar la ceremonia, y no me equivoco. Una vez que logra acallar los murmullos comienza el espectáculo.
El vikingo y yo escuchamos con gravedad cada una de las palabras. Estamos en posición de firmes, tomándonos  en serio la perorata. Tras unos pocos minutos, llega el turno de los discursos. Una luz se me enciende en la cabeza: ¿Le va a tocar hablar a León ya? Yo creía que los discursos eran para después del banquete. La duda no me dura mucho tiempo. Apenas termina el parlamento del padrino del novio cuando el señor alto y calvo, al que a partir de ahora llamaremos don Limpio a modo de broma, toma la palabra:
—Y ahora —dice don Limpio, sin perder un ápice de solemnidad— León Machado nos deleitará con unas cuantas palabras.
León se levanta y se sitúa junto a su hermano. ¡Está temblando! Nos separan veinte metros pero aun así me mira. Estoy jodido, parece que me quiere decir, creía que tendría más tiempo. Pues no, no lo tienes. Te toca improvisar.
León Machado contiene el aliento. Todos los que estamos allí congregados le imitamos.
—Lo primero de todo —dice finalmente mientras expulsa todo el aire— es que estoy temblando. Yo pensaba que iba a tener más tiempo, pero ya veo que no               —continúa León, confirmando mis sospechas a la vez que enseña el papel doblado a modo de excusa—. En fin, no sé muy bien qué decir. Como que me he quedado en blanco. Sin embargo —dice ahora,  mirando directamente a su hermano, ¿quizá repentinamente inspirado?— voy a explicaros algo: de muy jovencito, en una casa donde ya no vivo, tenía la costumbre de subir a la azotea con mi hermano a jugar. En la terraza de enfrente nos esperaba un amigo, y él y mi hermano se pasaban las horas tirándose la pelota de un lado al otro. Más tarde ese amigo se convertiría en Rudy Fernández,  que para quien no lo sepa, especialmente los de fuera, es uno de los mejores jugadores de baloncesto nacidos en la Isla. ¿Cuál era mi papel en todo esto? Seguramente es la pregunta que os estáis haciendo, pues bien, muy fácil; cuando la pelota caía a la calle, yo era el encargado de ir a buscarla. Y ahora, a lo que iba, mi padre, aquí presente, tiene una frase que solía repetir de vez en cuando: decía que le había salido un hijo listo y un hijo tonto. Yo no voy a decir cuál es cuál, juzguen ustedes mismos.
La tarde se está volviendo amarillenta con los últimos rayos de luz solar. La escena ha quedado paralizada. Las cabezas de todos nosotros están ocupadas resolviendo el significado de las últimas palabras de León Machado. Gradualmente, a medida que se va desgajando el misterio, comienzan los aplausos. Al principio suaves, tímidos, pero rápidamente van in crescendo hasta convertirse en una gran ovación.
A mi vera, el vikingo aplaude con fiereza. Yo, por supuesto, también. Veo a León junto a su hermano, los dos situados apenas a unos pocos pasos de su padre. La situación se presta a confusiones, así que aprovecharé para aclararlo: el hermano de León, el novio, se llama Manuel Machado. El padre de los hermanos también se llama Manuel Machado. Para distinguirlos, llamaremos Júnior al novio y Sénior al padre. A León, como no hay duda que valga, seguiremos llamándolo León.
Entonces, como iba diciendo, León y Júnior se están abrazando, la felicidad es visible en sus ojos y el cariño tangible en sus gestos. Fe, la novia, qué digo, la mujer de Júnior, se los queda mirando con sendos lagrimones deslizándose por las mejillas. El ambiente es alegre y amable; invita a las confesiones a media luz, al sentimentalismo más oculto. Pero hay un rostro que desentona con el resto. Me fijo en la posición que ha adoptado Sénior: está completamente erguido, adoptando una postura prácticamente militar. Hombros y pecho fuera, los brazos muertos, estirados en los laterales y las manos relajadas. La barriga, normalmente redonda y prominente, ahora está algo disminuida gracias a los esfuerzos de Sénior por disimularla. Me fijo en su semblante y me sorprende lo que veo. Donde pensaba encontrar dicha y satisfacción sólo veo seriedad, mucha seriedad: la mandíbula apretada, el cejo fruncido, las arrugas de la frente marcadas, indicando preocupación. Finalmente me percato del estado de sus ojos, azules como los de León. No dejan entrever ninguno de los sentimientos que he mencionado antes. Sus ojos brillan, mostrando la emoción que tan tenazmente trata de ocultar su cuerpo. Sénior no me ve, está ocupadísimo observando a sus dos hijos. No está serio, me digo a mí mismo, simplemente no cabe en sí de orgullo.
Don Limpio da la ceremonia por terminada y el gentío se dispersa. Aprovecho el momento y busco a León, quien solícito, responde con amabilidad a cada una de las personas que quieren felicitarlo, por el discurso, por la boda, por su camisa, qué sé yo.
—¡Jota! —dice al verme—. ¿Qué te ha parecido? Me ha pillado un poco en bragas, tío, pero he improvisado lo mejor que he podido.
—Muy emotivo —respondo—, y muy sincero. Parece que a la peña le ha molado.
—Perfecto, y ahora, a emborracharnos, ¿no?

—Dale. Y si algún día te casas tú, que sepas que me curro el mejor discurso de la historia.


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