Recuerdo número II:
—¿Seguro
que no quieres que te ayude? —pregunto, ansiando sentirme útil.
—No,
de verdad que no. Lo quiero hacer yo mismo. Lo debo hacer yo mismo. Que es la
boda de mi hermano, coño —responde León Machado.
—Ya
lo sé, pero, joder. Soy yo el que quiero ganarme la vida escribiendo. No es por
entrometerme, es simplemente que me gustaría participar, ¿entiendes? Formar
parte, en cierta manera, de todo esto.
León
Machado se queda un momento callado, reflexionando. Me fijo en que la gente
empieza a dirigirse a sus asientos. La ceremonia está ya por empezar.
—Mira
—me susurra León, sacándose un folio arrugado del bolsillo—. Tengo aquí unas
cuantas ideas, un esbozo. Luego, a la que haya un momento libre, nos
escabullimos por ahí y me dices qué te parece, ¿vale?
Asiento
con la cabeza y, entre los dos, se manifiesta silenciosamente un hombre. Es
alto, calvo y le sobran unos cuantos kilos, pero se mueve con soltura por toda
la finca. Seguramente se trate del organizador del evento.
—Disculpad
—dice el hombre, muy formal—. Si tenéis la bondad de ir hacia allí…
E
incluso la maldad, pienso para mis adentros, pero no digo nada. Sigo con la
vista la dirección en la que apunta su índice y me fijo por primera vez en la
escenificación:
En
mitad del césped, a merced del viento, hay dos islas de sillas separadas por un
pasillo de aire. La familia del novio ocupa el ala derecha, y los familiares de
la novia hacen lo propio con la izquierda. Hay más personas que asientos, por
lo que sólo aquellos que están seguros de merecer uno se atreven a tomarlo;
madres, padres, hermanos, cualquiera que sea familiar directo deja a un lado la
duda y ocupa las primeras filas, los puestos de honor. Más atrás van sentándose
los primos y demás familiares lejanos. Hay varios que vienen de muy lejos, del
Perú, así que seguramente piensan qué más da, he recorrido miles de kilómetros
para llegar hasta aquí, bien me merezco sentarme un rato.
León
me ha abandonado para colocarse en primera fila. No sólo es el hermano del
novio sino también uno de los testigos. Hay una silla libre a su lado y, por un
momento, estoy tentado de apropiármela. No lo hago. Sólo soy un amigo, no hay
sangre de por medio, y para más inri, no vengo de otro continente sino desde
Palma. En lugar de recorrer miles de kilómetros he recorrido decenas. Mejor me
quedo de pie.
De
golpe, la marcha nupcial me saca de mis ensoñaciones. A lo lejos, la novia recorre extática el camino hacia el altar. La miro a los ojos cuando pasa a mi
lado pero ella no me ve a mí. Está fuera de sí, como si no acabara de entender
la realidad, como si se estuviera casando otra.
A
mi derecha se acaba de instalar un hombre que me llama la atención. Su atuendo
es implacable: americana, camisa blanca, corbata a juego, pantalones de vestir,
zapatos negros lustrados, calcetines oscuros largos; incluso un par de gemelos
brillantes le adornan los puños. Como contrapunto, para equilibrar tanta
solemnidad, luce una barba vikinga, roja, frondosa, exuberante. Se da cuenta de
que lo estoy examinando y se ríe.
—¿Eres
el amigo de León?
Asiento
con la cabeza pero no me atrevo a contestar. El hombre alto y calvo del que
hablaba antes está ahora junto a los novios, pidiendo silencio. Imagino que él
mismo será el encargado de oficiar la ceremonia, y no me equivoco. Una vez que
logra acallar los murmullos comienza el espectáculo.
El
vikingo y yo escuchamos con gravedad cada una de las palabras. Estamos en
posición de firmes, tomándonos en serio
la perorata. Tras unos pocos minutos, llega el turno de los discursos. Una luz se
me enciende en la cabeza: ¿Le va a tocar hablar a León ya? Yo creía que los
discursos eran para después del banquete. La duda no me dura mucho tiempo.
Apenas termina el parlamento del padrino del novio cuando el señor alto y
calvo, al que a partir de ahora llamaremos don Limpio a modo de broma, toma la
palabra:
—Y
ahora —dice don Limpio, sin perder un ápice de solemnidad— León Machado nos
deleitará con unas cuantas palabras.
León
se levanta y se sitúa junto a su hermano. ¡Está temblando! Nos separan veinte
metros pero aun así me mira. Estoy jodido, parece que me quiere decir, creía
que tendría más tiempo. Pues no, no lo tienes. Te toca improvisar.
León
Machado contiene el aliento. Todos los que estamos allí congregados le
imitamos.
—Lo
primero de todo —dice finalmente mientras expulsa todo el aire— es que estoy
temblando. Yo pensaba que iba a tener más tiempo, pero ya veo que no —continúa León, confirmando mis
sospechas a la vez que enseña el papel doblado a modo de excusa—. En fin, no sé
muy bien qué decir. Como que me he quedado en blanco. Sin embargo —dice ahora, mirando directamente a su hermano, ¿quizá
repentinamente inspirado?— voy a explicaros algo: de muy jovencito, en una casa
donde ya no vivo, tenía la costumbre de subir a la azotea con mi hermano a
jugar. En la terraza de enfrente nos esperaba un amigo, y él y mi hermano se
pasaban las horas tirándose la pelota de un lado al otro. Más tarde ese amigo
se convertiría en Rudy Fernández, que para
quien no lo sepa, especialmente los de fuera, es uno de los mejores jugadores
de baloncesto nacidos en la Isla. ¿Cuál era mi papel en todo esto? Seguramente
es la pregunta que os estáis haciendo, pues bien, muy fácil; cuando la pelota
caía a la calle, yo era el encargado de ir a buscarla. Y ahora, a lo que iba,
mi padre, aquí presente, tiene una frase que solía repetir de vez en cuando:
decía que le había salido un hijo listo y un hijo tonto. Yo no voy a decir cuál
es cuál, juzguen ustedes mismos.
La
tarde se está volviendo amarillenta con los últimos rayos de luz solar. La
escena ha quedado paralizada. Las cabezas de todos nosotros están ocupadas
resolviendo el significado de las últimas palabras de León Machado.
Gradualmente, a medida que se va desgajando el misterio, comienzan los
aplausos. Al principio suaves, tímidos, pero rápidamente van in crescendo hasta
convertirse en una gran ovación.
A
mi vera, el vikingo aplaude con fiereza. Yo, por supuesto, también. Veo a León
junto a su hermano, los dos situados apenas a unos pocos pasos de su padre. La
situación se presta a confusiones, así que aprovecharé para aclararlo: el
hermano de León, el novio, se llama Manuel Machado. El padre de los hermanos
también se llama Manuel Machado. Para distinguirlos, llamaremos Júnior al novio
y Sénior al padre. A León, como no hay duda que valga, seguiremos llamándolo
León.
Entonces,
como iba diciendo, León y Júnior se están abrazando, la felicidad es visible en
sus ojos y el cariño tangible en sus gestos. Fe, la novia, qué digo, la mujer
de Júnior, se los queda mirando con sendos lagrimones deslizándose por las
mejillas. El ambiente es alegre y amable; invita a las confesiones a media luz,
al sentimentalismo más oculto. Pero hay un rostro que desentona con el resto.
Me fijo en la posición que ha adoptado Sénior: está completamente erguido,
adoptando una postura prácticamente militar. Hombros y pecho fuera, los brazos
muertos, estirados en los laterales y las manos relajadas. La barriga,
normalmente redonda y prominente, ahora está algo disminuida gracias a los
esfuerzos de Sénior por disimularla. Me fijo en su semblante y me sorprende lo
que veo. Donde pensaba encontrar dicha y satisfacción sólo veo seriedad, mucha
seriedad: la mandíbula apretada, el cejo fruncido, las arrugas de la frente
marcadas, indicando preocupación. Finalmente me percato del estado de sus ojos,
azules como los de León. No dejan entrever ninguno de los sentimientos que he mencionado
antes. Sus ojos brillan, mostrando la emoción que tan tenazmente trata de
ocultar su cuerpo. Sénior no me ve, está ocupadísimo observando a sus dos
hijos. No está serio, me digo a mí mismo, simplemente no cabe en sí de orgullo.
Don
Limpio da la ceremonia por terminada y el gentío se dispersa. Aprovecho el
momento y busco a León, quien solícito, responde con amabilidad a cada una de
las personas que quieren felicitarlo, por el discurso, por la boda, por su
camisa, qué sé yo.
—¡Jota!
—dice al verme—. ¿Qué te ha parecido? Me ha pillado un poco en bragas, tío,
pero he improvisado lo mejor que he podido.
—Muy
emotivo —respondo—, y muy sincero. Parece que a la peña le ha molado.
—Perfecto,
y ahora, a emborracharnos, ¿no?
—Dale.
Y si algún día te casas tú, que sepas que me curro el mejor discurso de la
historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario