lunes, 1 de agosto de 2016

En ascuas (3/7)

Recuerdo número III:
Todo me da vueltas. No es una sensación agradable. No logro entender la gravedad, los objetos suben y bajan, caprichoso, sin obedecer a nada ni nadie. Ese árbol no debería estar tan arriba, y esa sillón rojo… Espera, no había ningún sillón rojo. Mierda, todo esto está dentro de mi cabeza. Debería abrir los ojos.
Abro los ojos. Todo sigue dándome vueltas, pero al menos ahora sé que se trata de la realidad. Estoy sentado en una silla acolchada de madera. Bien. Estamos en el exterior, o eso me dice el aire fresco. Bien, esto ayudará. No me siento agobiado, la corbata no me aprieta demasiado, el pecho no va a explotarme a causa del calor. Muy bien, vas muy bien, Jota, sigue analizando.
Siento náuseas. No muy fuertes, controlables, pero náuseas al fin y al cabo. Mi estómago está algo revuelto, ¿me está pidiendo que vomite? Ahora no es el momento, joder, la situación tampoco es tan grave. No hay que armar un espectáculo si puedo evitarlo. Sólo tengo que concentrarme y luchar.
Tengo el móvil en las manos. ¿Qué coño estoy haciendo con el móvil? Espero que no estuviera mandando mensajitos a mi ex. Esas cosas son demasiado típicas. Fuerzo un poco la vista para poder leer la pantalla del teléfono y me doy cuenta de que, al menos, no estaba dedicándome a los mensajitos. Estaba tomando notas. Me viene un flash. Joder, claro, había tenido una idea magnífica para un relato. No puedo perderla, tengo que buscar en mi memoria y encontrarla. ¿Dónde está la idea?
Me empiezo a marear más a causa del esfuerzo. Concentro lo que me queda de atención en mi nariz: respirar lentamente, y ahora, expulsar por la boca. Una vez, dos, tres, cuatro. Poco a poco, no hay ninguna prisa.
No puedo permitirme cerrar los ojos, tengo que ser fuerte, aguantar firme. ¿Dónde está la idea, por qué no la puedo encontrar? ¿Debo resignarme? ¡No puedo luchar en dos frentes a la vez! La pantalla del móvil se apaga automáticamente y yo la vuelvo a encender. Tengo que apuntar algo…
—Yo si fuera tú, dejaría ahora mismo el móvil —dice la voz de Rita a mi lado.
—Pero, tenía una idea excelente… sólo necesito unos segundos y… —logro balbucear.
Rita no dice nada. Si me está mirando, sólo puede verme la nuca, ya que tengo la cabeza enterrada en los brazos. Seguramente ella también está evaluando la situación. Quizá está preocupada por mi estado. Yo lo estoy.
—Va, yo si fuera tú dejaría ahora mismo el teléfono y clavaría la vista en un punto fijo. ¿Quieres un poco de agua?
Los instintos aparecen repentinamente: ¿me está dando órdenes? No puede ser, a mí nadie me ordena nada. Estoy a punto de negarme, de verdad, sólo por llevar la contraria, pero me lo pienso una segunda vez. ¿Y si sabe más que yo? Estoy en un punto crítico, de inflexión; más me vale guardarme el orgullo para otra ocasión. Cualquier ayuda será buena.
Sumisamente me llevo la mano al bolsillo y guardo el teléfono. Miro mis pies con máximo interés. En realidad no veo nada. Estoy sumido en la lucha.
—Rita —logro articular con dificultad—, creo que estoy experimentando un amarillo.
Ella apenas hace caso a mi anuncio. Se limita a inclinarse sobre mí para acariciarme suavemente la espalda.
—Todo está en tu cabeza. Respira hondo, una y otra vez, trata de mantener los ojos abiertos y la vista en un punto fijo. No hagas movimientos bruscos, tampoco te dejes llevar por la ansiedad. Si aguantas un rato así, se te pasará.
Sé que tiene razón. De verdad, lo sé. Silencio. Segundos transcurriendo con intolerable lentitud. Segundos que se convierten en minutos. Pierdo la noción del tiempo y, a la vez, no pierdo ni un solo detalle de mis zapatos: negros, elegantes, los cordones también son negros. Ligeramente raspados en el empeine izquierdo. Sucios de tierra en el talón derecho. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Poco a poco voy retomando el control sobre mi cuerpo y mi mente.
Como si me hubiera estado ahogando, salgo de entre mis propios brazos dando bocanadas de aire. He sobrevivido. He visto la luz al final del túnel y no la he seguido. Le he visto las sandalias a Jesucristo. Si fuera gato, ahora sólo me quedarían seis vidas. He acabado la batalla a 1 de vida. Pero lo que importa es que estoy vivo.
Echo un vistazo a mi alrededor, eufórico. Nada sienta mejor que la vida. Muevo los brazos, las manos; estiro los dedos, uno por uno, sin prisas. Admiro la psicomotricidad que soy capaz de alcanzar, disfruto de los colores y los olores que me ofrece la noche. En contraste con la sensación que sentía hace unos momentos, me veo preparado para comerme el mundo.
Para empezar, lo que me como son media docena de nubes de golosina. En el vistazo anterior había entrevisto un bote de cristal cuyo contenido parecía apetecible. Ahora, con el bote entre las rodillas, devoro las nubes una a una. El azúcar hace efecto y me hace sentir todavía mejor, las endorfinas acuden a raudales. Al lado de donde estoy sentado hay una mesa entera que sólo se puede clasificar como un bufet libre de golosinas. Moras, ladrillos azucarados, delfines de colorines, tiras con pica-pica, todo esto sumado a las milagrosas nubes. Gracias, Júnior, por ser un anfitrión tan previsor.
¿Y ahora qué? Ahora es imprescindible ir al baño. Si pretendo beber más, primero tendré que hacerle espacio. Desde mi posición puedo distinguir la cola que se ha formado delante del lavabo, por lo menos cuatro o cinco personas; demasiadas. Rita parece leerme las intenciones. Sin mediar palabra, me agarra por la muñeca y me guía hasta el interior de la casa. Ella sube los escalones de dos en dos y yo de uno en uno, con dificultades. Estoy a punto de tropezar unas cuantas veces. No estoy tan fino como creía en un principio.
Llegamos al segundo piso y me señala una puerta. Se trata de un baño secreto. En ese momento, poco menos que el Santo Grial. Le doy las gracias con los ojos y ella aprovecha para hablar por primera vez en mucho rato:
—¿Nos fumamos un cigarrito? —dice mientras agita la bolsa de tabaco para liar.
—Si me lo lías tú, porque yo, en este estado…
Ella se escurre hacia la habitación de al lado y yo cruzo la puerta del baño. Tras mear y lavarme la cara me encuentro algo mejor. Estoy algo extremo: igual me siento pletórico que me desmiembro por momentos. El choque con el amarillo me ha dejado exhausto.
Salgo del lavabo y voy a la habitación donde está Rita. La encuentro acodada en la ventana, fumando. Se parece un poco a un cuadro de Dalí. Al verme, me sonríe y me alcanza uno de los cigarrillos. A juzgar por la factura, ella va serena. O eso o tiene pulso de cirujano. Me lo coloco en la oreja y presto atención a la habitación: además de la ventana, abierta de par en par, por donde entra la luz de la luna, sólo hay un mueble más, una cama. Grande, de matrimonio. Deduzco que es el cuarto donde los novios pasarán la noche. No puedo resistirme y me dejo caer en ella. Es suave y mullida, dos adjetivos que invitan a cerrar los ojos y perderse en las propias alucinaciones.
—Jorge, no te duermas ahora, ¿eh?
Tiene razón, ahora no es momento de dormir. Pero la única manera de superar la tentación es cayendo en ella, así que me dejo mecer por las sábanas a la vez que imágenes aleatorias toman mi imaginación. No describiré ninguna. No recuerdo ninguna. Lo que sí recuerdo es estar ahí postrado, estirado tan largo como soy, incapaz de mover un solo músculo, cuando noto que algo me sube en línea recta por la tripa en dirección al pecho. Son imaginaciones mías, me digo, y no le hago caso. Pero la sensación no desaparece. No sólo persiste, sino que se intensifica. Esto no es producto de mi esquizofrenia prematura; ¡esto es jodidamente real!
Me levanto de un salto. La adrenalina me proporciona la energía que necesito. Me subo la camisa gradualmente, enrollándola. Quiero ver qué es aquello que está reptando por mi piel. Cuando llego a la primera costilla lo veo. Ahí está, un pequeño Kafka, una cucaracha azabache agarrada al botón de mi camisa.
Uno nunca sabe cuándo le van a poner a prueba. En mi caso, ya van dos veces la misma noche. En cualquier otro momento me hubiera arrancado la camisa; en ése en concreto  aguanté el tipo. Puede que no sea muy viril, pero me dan un asco tremendo los insectos en general y las cucarachas en particular. Es un miedo antiguo, viejo, irracional, que ataca  a mi cerebro reptiliano instándome a huir, a matar, o ambas cosas a la vez. Aunque, como he dicho, esta vez aguanté. ¿Por qué? No lo sé muy bien. Porque, pase lo que pase, sigo siendo yo mismo. Y no me gusta actuar impulsivamente.
—¡Quémala, Jota, Quémala! —grita Rita, percatándose del pequeño Kafka—. Quítate la camisa, tírate por la ventana, haz algo, joder, ¡lo que sea!
Me vienen a la mente las palabras que usa Aragorn en el famoso discurso delante de la Puerta Negra: veo en vuestros ojos el mismo miedo que encogería mi propio corazón. Describen perfectamente las emociones que destilan el rostro de Rita.
Estoy de pie, sigo con la camisa enrollada, monitorizando los movimientos de mi nuevo amigo. El pequeño Kafka está quieto, seguramente tan aterrorizado como yo y Rita juntos. No se atreve a moverse; allí, colgando bocabajo del botón de mi camisa, casi logra que empatice con él. Casi. Porque, al final, tengo muy claro que mi camisa es demasiado pequeña para los dos.
—Rita —digo, apremiándola—, necesito tu ayuda. Mira a ver si encuentras algo con lo que quitármela, un palo o cualquier cosa debería servir.
Rita da varias vueltas sobre sí misma, revisando la habitación, hasta que da con el objeto adecuado: casualmente hay una percha tirada en un rincón. Armada con ella, se acerca a mí con decisión y, de unos cuantos golpes diestros, derriba al pequeño Kafka sobre la cama. Luego, improvisando un silenciador casero con una almohada, la sitúa encima de la cucaracha y le propina media docena de sordos batacazos extra.
—¡Regresa a la oscuridad! —grita ella, golpeando una y otra vez hasta que las patas del pequeño Kafka cesan su actividad frenética para siempre.
—Gracias, joder, te debo una. Vaya manta de hostias que le has servido al bicho.
Rita vuelve a la ventana. Me da la espalda, pero sé que está sonriendo. Se acoda en la repisa y retoma su cigarrillo. Me gustaría decir que lo encendió con la luz de la luna, pero estaría mintiendo.
—¿Tienes fuego?
Me coloco a su lado y le doy fuego. La llama parpadea y proporciona un poco de calor. Es agradable aunque no haga nada de frío.

—Espero —dice ella—, que si acabas encontrando esa idea magnífica que has perdido antes y lo conviertes en un relato, no se te olvide mencionar quién fue tu ángel de la guarda.

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