Recuerdo número III:
Todo
me da vueltas. No es una sensación agradable. No logro entender la gravedad,
los objetos suben y bajan, caprichoso, sin obedecer a nada ni nadie. Ese árbol
no debería estar tan arriba, y esa sillón rojo… Espera, no había ningún sillón
rojo. Mierda, todo esto está dentro de mi cabeza. Debería abrir los ojos.
Abro
los ojos. Todo sigue dándome vueltas, pero al menos ahora sé que se trata de la
realidad. Estoy sentado en una silla acolchada de madera. Bien. Estamos en el
exterior, o eso me dice el aire fresco. Bien, esto ayudará. No me siento
agobiado, la corbata no me aprieta demasiado, el pecho no va a explotarme a
causa del calor. Muy bien, vas muy bien, Jota, sigue analizando.
Siento
náuseas. No muy fuertes, controlables, pero náuseas al fin y al cabo. Mi
estómago está algo revuelto, ¿me está pidiendo que vomite? Ahora no es el
momento, joder, la situación tampoco es tan grave. No hay que armar un
espectáculo si puedo evitarlo. Sólo tengo que concentrarme y luchar.
Tengo
el móvil en las manos. ¿Qué coño estoy haciendo con el móvil? Espero que no
estuviera mandando mensajitos a mi ex. Esas cosas son demasiado típicas. Fuerzo
un poco la vista para poder leer la pantalla del teléfono y me doy cuenta de
que, al menos, no estaba dedicándome a los mensajitos. Estaba tomando notas. Me
viene un flash. Joder, claro, había tenido una idea magnífica para un relato.
No puedo perderla, tengo que buscar en mi memoria y encontrarla. ¿Dónde está la
idea?
Me
empiezo a marear más a causa del esfuerzo. Concentro lo que me queda de
atención en mi nariz: respirar lentamente, y ahora, expulsar por la boca. Una
vez, dos, tres, cuatro. Poco a poco, no hay ninguna prisa.
No
puedo permitirme cerrar los ojos, tengo que ser fuerte, aguantar firme. ¿Dónde
está la idea, por qué no la puedo encontrar? ¿Debo resignarme? ¡No puedo luchar
en dos frentes a la vez! La pantalla del móvil se apaga automáticamente y yo la
vuelvo a encender. Tengo que apuntar algo…
—Yo
si fuera tú, dejaría ahora mismo el móvil —dice la voz de Rita a mi lado.
—Pero,
tenía una idea excelente… sólo necesito unos segundos y… —logro balbucear.
Rita
no dice nada. Si me está mirando, sólo puede verme la nuca, ya que tengo la
cabeza enterrada en los brazos. Seguramente ella también está evaluando la
situación. Quizá está preocupada por mi estado. Yo lo estoy.
—Va,
yo si fuera tú dejaría ahora mismo el teléfono y clavaría la vista en un punto
fijo. ¿Quieres un poco de agua?
Los
instintos aparecen repentinamente: ¿me está dando órdenes? No puede ser, a mí
nadie me ordena nada. Estoy a punto de negarme, de verdad, sólo por llevar la
contraria, pero me lo pienso una segunda vez. ¿Y si sabe más que yo? Estoy en
un punto crítico, de inflexión; más me vale guardarme el orgullo para otra
ocasión. Cualquier ayuda será buena.
Sumisamente
me llevo la mano al bolsillo y guardo el teléfono. Miro mis pies con máximo
interés. En realidad no veo nada. Estoy sumido en la lucha.
—Rita
—logro articular con dificultad—, creo que estoy experimentando un amarillo.
Ella
apenas hace caso a mi anuncio. Se limita a inclinarse sobre mí para acariciarme
suavemente la espalda.
—Todo
está en tu cabeza. Respira hondo, una y otra vez, trata de mantener los ojos
abiertos y la vista en un punto fijo. No hagas movimientos bruscos, tampoco te
dejes llevar por la ansiedad. Si aguantas un rato así, se te pasará.
Sé
que tiene razón. De verdad, lo sé. Silencio. Segundos transcurriendo con
intolerable lentitud. Segundos que se convierten en minutos. Pierdo la noción
del tiempo y, a la vez, no pierdo ni un solo detalle de mis zapatos: negros,
elegantes, los cordones también son negros. Ligeramente raspados en el empeine
izquierdo. Sucios de tierra en el talón derecho. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
Poco a poco voy retomando el control sobre mi cuerpo y mi mente.
Como
si me hubiera estado ahogando, salgo de entre mis propios brazos dando
bocanadas de aire. He sobrevivido. He visto la luz al final del túnel y no la
he seguido. Le he visto las sandalias a Jesucristo. Si fuera gato, ahora sólo
me quedarían seis vidas. He acabado la batalla a 1 de vida. Pero lo que importa
es que estoy vivo.
Echo
un vistazo a mi alrededor, eufórico. Nada sienta mejor que la vida. Muevo los
brazos, las manos; estiro los dedos, uno por uno, sin prisas. Admiro la
psicomotricidad que soy capaz de alcanzar, disfruto de los colores y los olores
que me ofrece la noche. En contraste con la sensación que sentía hace unos
momentos, me veo preparado para comerme el mundo.
Para
empezar, lo que me como son media docena de nubes de golosina. En el vistazo
anterior había entrevisto un bote de cristal cuyo contenido parecía apetecible.
Ahora, con el bote entre las rodillas, devoro las nubes una a una. El azúcar
hace efecto y me hace sentir todavía mejor, las endorfinas acuden a raudales.
Al lado de donde estoy sentado hay una mesa entera que sólo se puede clasificar
como un bufet libre de golosinas. Moras, ladrillos azucarados, delfines de
colorines, tiras con pica-pica, todo esto sumado a las milagrosas nubes.
Gracias, Júnior, por ser un anfitrión tan previsor.
¿Y
ahora qué? Ahora es imprescindible ir al baño. Si pretendo beber más, primero
tendré que hacerle espacio. Desde mi posición puedo distinguir la cola que se
ha formado delante del lavabo, por lo menos cuatro o cinco personas; demasiadas.
Rita parece leerme las intenciones. Sin mediar palabra, me agarra por la muñeca
y me guía hasta el interior de la casa. Ella sube los escalones de dos en dos y
yo de uno en uno, con dificultades. Estoy a punto de tropezar unas cuantas
veces. No estoy tan fino como creía en un principio.
Llegamos
al segundo piso y me señala una puerta. Se trata de un baño secreto. En ese
momento, poco menos que el Santo Grial. Le doy las gracias con los ojos y ella
aprovecha para hablar por primera vez en mucho rato:
—¿Nos
fumamos un cigarrito? —dice mientras agita la bolsa de tabaco para liar.
—Si
me lo lías tú, porque yo, en este estado…
Ella
se escurre hacia la habitación de al lado y yo cruzo la puerta del baño. Tras
mear y lavarme la cara me encuentro algo mejor. Estoy algo extremo: igual me
siento pletórico que me desmiembro por momentos. El choque con el amarillo me
ha dejado exhausto.
Salgo
del lavabo y voy a la habitación donde está Rita. La encuentro acodada en la
ventana, fumando. Se parece un poco a un cuadro de Dalí. Al verme, me sonríe y
me alcanza uno de los cigarrillos. A juzgar por la factura, ella va serena. O
eso o tiene pulso de cirujano. Me lo coloco en la oreja y presto atención a la
habitación: además de la ventana, abierta de par en par, por donde entra la luz
de la luna, sólo hay un mueble más, una cama. Grande, de matrimonio. Deduzco
que es el cuarto donde los novios pasarán la noche. No puedo resistirme y me
dejo caer en ella. Es suave y mullida, dos adjetivos que invitan a cerrar los
ojos y perderse en las propias alucinaciones.
—Jorge,
no te duermas ahora, ¿eh?
Tiene
razón, ahora no es momento de dormir. Pero la única manera de superar la
tentación es cayendo en ella, así que me dejo mecer por las sábanas a la vez
que imágenes aleatorias toman mi imaginación. No describiré ninguna. No
recuerdo ninguna. Lo que sí recuerdo es estar ahí postrado, estirado tan largo
como soy, incapaz de mover un solo músculo, cuando noto que algo me sube en
línea recta por la tripa en dirección al pecho. Son imaginaciones mías, me
digo, y no le hago caso. Pero la sensación no desaparece. No sólo persiste,
sino que se intensifica. Esto no es producto de mi esquizofrenia prematura;
¡esto es jodidamente real!
Me
levanto de un salto. La adrenalina me proporciona la energía que necesito. Me
subo la camisa gradualmente, enrollándola. Quiero ver qué es aquello que está
reptando por mi piel. Cuando llego a la primera costilla lo veo. Ahí está, un
pequeño Kafka, una cucaracha azabache agarrada al botón de mi camisa.
Uno
nunca sabe cuándo le van a poner a prueba. En mi caso, ya van dos veces la
misma noche. En cualquier otro momento me hubiera arrancado la camisa; en ése
en concreto aguanté el tipo. Puede que
no sea muy viril, pero me dan un asco tremendo los insectos en general y las
cucarachas en particular. Es un miedo antiguo, viejo, irracional, que
ataca a mi cerebro reptiliano instándome
a huir, a matar, o ambas cosas a la vez. Aunque, como he dicho, esta vez
aguanté. ¿Por qué? No lo sé muy bien. Porque, pase lo que pase, sigo siendo yo
mismo. Y no me gusta actuar impulsivamente.
—¡Quémala,
Jota, Quémala! —grita Rita, percatándose del pequeño Kafka—. Quítate la camisa,
tírate por la ventana, haz algo, joder, ¡lo que sea!
Me
vienen a la mente las palabras que usa Aragorn en el famoso discurso delante de
la Puerta Negra: veo en vuestros ojos el mismo miedo que encogería mi propio
corazón. Describen perfectamente las emociones que destilan el rostro de Rita.
Estoy
de pie, sigo con la camisa enrollada, monitorizando los movimientos de mi nuevo
amigo. El pequeño Kafka está quieto, seguramente tan aterrorizado como yo y
Rita juntos. No se atreve a moverse; allí, colgando bocabajo del botón de mi
camisa, casi logra que empatice con él. Casi. Porque, al final, tengo muy claro
que mi camisa es demasiado pequeña para los dos.
—Rita
—digo, apremiándola—, necesito tu ayuda. Mira a ver si encuentras algo con lo
que quitármela, un palo o cualquier cosa debería servir.
Rita
da varias vueltas sobre sí misma, revisando la habitación, hasta que da con el
objeto adecuado: casualmente hay una percha tirada en un rincón. Armada con
ella, se acerca a mí con decisión y, de unos cuantos golpes diestros, derriba
al pequeño Kafka sobre la cama. Luego, improvisando un silenciador casero con
una almohada, la sitúa encima de la cucaracha y le propina media docena de
sordos batacazos extra.
—¡Regresa
a la oscuridad! —grita ella, golpeando una y otra vez hasta que las patas del
pequeño Kafka cesan su actividad frenética para siempre.
—Gracias,
joder, te debo una. Vaya manta de hostias que le has servido al bicho.
Rita
vuelve a la ventana. Me da la espalda, pero sé que está sonriendo. Se acoda en
la repisa y retoma su cigarrillo. Me gustaría decir que lo encendió con la luz
de la luna, pero estaría mintiendo.
—¿Tienes
fuego?
Me
coloco a su lado y le doy fuego. La llama parpadea y proporciona un poco de
calor. Es agradable aunque no haga nada de frío.
—Espero
—dice ella—, que si acabas encontrando esa idea magnífica que has perdido antes
y lo conviertes en un relato, no se te olvide mencionar quién fue tu ángel de
la guarda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario