viernes, 22 de enero de 2016

El Gran Debate

1.
Tres figuras aparecieron en la azotea a través de una vetusta puerta de madera mal cerrada. La luz de la Luna llena perfiló sus contornos contra las baldosas descoloridas mientras, uno a uno, escogían una silla y se sentaban.
     —Qué pasada, la Luna se ve increíble a través de los hilos de tender —comentó Jorge Feix.
Hacía frío pero no les importaba. Los tres compartían una característica crucial: estaban huyendo, lentamente, sin prisas. De sus familias, del trabajo, de la monotonía o simplemente de la muerte. La azotea les ofrecía asilo, un lugar donde beber, fumar y, sobre todo, hablar. Hablar sin molestias ni interrupciones. Hablar de temas recurrentes y del poco sentido que encontraban a sus vidas. Hablar hasta que despuntara el sol, si hiciera falta, aunque nunca lo hacía porque se volvían a casa antes.
     —¿Sabéis qué es lo que más me gusta del invierno de Madrid? —intervino Claudio Palmer.
     —Ni idea —respondieron al unísono tanto Jorge Feix como León Machado.
     —¡Que no se te calienta la cerveza!
Entre risotadas olvidaron por un momento lo que eran. Tres jóvenes en edad de comerse el mundo, tres agujeros negros voraces de aventuras que desafiaban al futuro a escurrirse entre sus dedos. La risa acudió genuina y acompañada de toses y palmadas en los muslos. Por un momento, quizá sólo uno, volvieron a ser niños chicos y despreocupados.
Tres días antes era 29 de diciembre. Se acercaba el año próximo y las luces navideñas adornaban calles y portales por igual. Los tres hombres avanzaban por las aceras a buen paso, dominados por una prisa que sólo existía en sus cabezas.
     —Mirad, todo empezó con el Sida Stadium —dijo Claudio Palmer.
     —¿Qué es eso? —preguntó Jorge Feix
     —Es nuestro parque. Nos juntamos allí todos los colegas, la mayoría nos conocemos del San Juan. Nos traemos nuestros litros y nuestros canutos y echamos ahí la tarde o la noche. Regularmente llevamos ahí algún sofá o butaca desvencijados, de esos que la gente pretende tirar, pero los vecinos acaban dando el parte y siempre desaparecen al poco tiempo.
     —¿El Sida Stadium? Vaya nombre macabro, ¿no? —apuntó León Machado.
     —Ya ves. Lo llamamos así porque cuando nos lo apropiamos estaba lleno de jeringuillas por todas partes. Está completamente cercado y sólo tiene una entrada. Si no eres del barrio te da miedo entrar ahí. Es perfecto para nosotros, intimidad al aire libre y los pollos han venido apenas dos veces en varios años. Lo único malo es que todo es gravilla y asfalto… —Echó una ojeada inquisitiva a los otros dos— Vosotros no sois mucho de calle, ¿verdad?
Feix y Machado se miraron con complicidad. Palmer tenía toda la razón, no lo eran.
     —Si lo preferís a un parque cualquiera, podemos llegarnos a mi casa —ofreció Machado—. No es el Sida, pero servirá. En la finca somos pocos y nadie sube a menudo. Creo que el principal usuario soy yo, y sólo me acuerdo de ella en verano. Arrastro la tumbona hasta allí arriba y me doy mis bañitos de sol.
Los otros dos estuvieron de acuerdo, por lo que apretaron todavía más el paso y se plantaron delante del portal en menos de diez minutos. Mientras Machado revolvía sus bolsillos en busca de las llaves, Feix paseó la mirada por los alrededores hasta dar con un cartel publicitario.
     —¡Eh, fijaos en esto! —exclamó Jorge Feix mientras, con un gesto de la mano, instaba a los otros dos a acercarse—. Debate preelectoral entre los dos grandes candidatos a las municipales. Fecha: 1 de enero.
     —¡No jodas! ¿Debate entre Sancho Pedrosa y Ramiro Millón? No podemos perdérnoslo. Claudio, ¿tú cuando te vuelves a Madrid?
     —Pues justamente el 2. Yo me apunto, ya sabéis. Me aburro con mis primos. Prefiero salir de casa.
La azotea estaba en el cuarto piso. Pasaron por el primero y el perro del vecino les ladró. A la altura del segundo volvió a ocurrir, aunque esta vez se trataba de Miniatura, el perro de León, que aullaba de alegría. El alboroto despertó la curiosidad de la compañera de piso de León, es decir, su madre. Ésta abrió la puerta y los saludó con efusividad.
     —¿Adónde vais, León? —preguntó su madre con cierto retintín.
     —Pues íbamos arriba a fumarnos unos canutillos con el colega de Jorge, que es de Madrid y apenas se queda aquí unos días.
Ella lo miró por encima de las gafas y no dijo absolutamente nada. Su silencio parecía estar a caballo entre la desaprobación y la resignación. Cuando, tras haberse despedido, cerró de nuevo la puerta, la comitiva formada por tres muchachos y un perro subió los pocos peldaños que los separaban de la cima del inmueble.
     —¡Dios, esto es una pasada! —Claudio Palmer, asombrado, daba vueltas por el tejado mientras sonreía ampliamente—. ¡Esto es incluso mejor que el Sida!
Feix escogió la tumbona en la que Machado tomaba el sol en verano. Los otros dos se conformaron con sillas ordinarias. Se arrebujaron en sus respectivos abrigos y se frotaron las manos para calentarse. Palmer había comprado cerveza, que fue circulando de uno a otro.
     —¡Turita, ven aquí! —dijo León mientras se daba golpecitos en el vientre. Miniatura se acercó sin dudarlo y se acomodó en su regazo.
     —¡Incluso tenemos un perro! —gritó Palmer, maravillado—. ¡Si yo paso la cerveza, vosotros pasáis el perro, eh!
     —Treinta y cinco kilos de perro, mezcla de bóxer y braco. Perfecto para deshacerse del frío invernal —concluyó Jorge Feix—. ¿Qué ser vil no disfrutaría de la presencia de un perro-gato? Llamarlo Miniatura es, cuanto menos, irónico.
A la media hora los tres amigos se encontraban en su Shangri-La particular. Feix y Machado podían visitarlo a placer, mientras que Palmer, que venía de fuera, no estaba seguro de cuándo tendría la oportunidad de volver. Por eso fue él quien realizó la propuesta:
     —Escuchad, a ver qué os parece. Quedan tres noches hasta que llegue el año nuevo. ¿Qué os parece si nos reunimos aquí durante las tres y celebramos juntos el fin de año? Una historia cada noche y veremos  quién es más original. ¿Qué os parece?
La Luna, creciente, destellaba en lo alto, aportándole a Palmer la cantidad justa de luz mortecina como para que pudiera liarse uno. Tanto Jorge Feix como León Machado estuvieron encantados con el plan.
     —La verdad —empezó Feix, haciendo una pausa dramática para captar la atención de sus compañeros— es que todo esto parece de película. La azotea, la Luna, los ronquidos de Miniatura, el desdén hacia la atura y  el reloj campanario dando la una. Joder, debería escribir sobre ello. Una lástima no tener la libreta a mano.
     —Anda, cállate ya —atajó Machado con naturalidad—. Centrémonos. Esta noche ya cuenta, así que, ¿quién empieza?
     —Va, voy yo —dijo Feix mientras cogía carrerilla verbal—. Os pongo en situación: una canción que suena como un hombre y una mujer flirteando; suena a prohibido, a tentación, a disparate. Entra un coche en escena, acelerando. Acelerando mucho, casi demasiado. Las puertas están cerradas y los cristales tintados. La música, que sale de dentro del vehículo, se escucha perfectamente desde fuera. Las orejas deben sangrarle al conductor. Así que justo en el clímax, el coche traspasa indemne el portón doble del templo y en una fracción de segundo recorre la distancia que lo separa del altar sin causar desperfecto alguno. En el último instante derrapa silenciosamente, con delicadeza, casi acariciando el freno de mano, y sólo cuando una de las llantas roza directamente con la sotana del párroco, éste consiente en parar el oficio. El sacerdote espera calmado a que la ventanilla se deslice hacia abajo para mostrarle el rostro de una mujer joven. ¿Puedo ayudarla en algo, señorita? Pregunta el cura, todo miel. La señorita se queda callada, pensativa, hasta que, con una lentitud deliberada y exasperante, saca el brazo derecho por la ventanilla. Su puño cerrado exhibe el dedo corazón enhiesto y desafiante. Los rasgos del párroco se convierten en una mueca de consternación mientras que ella, la señorita, devuelve la mano al interior para subir todavía más el volumen. ¿Qué le parece el sonido del pecado, padre? Pronuncia ella con la voz rota, dejando que su mirada fulgurante queme al cura incluso a través de las gafas de sol.    
     —Sin duda, hay que alabar tu originalidad —dijo Claudio Palmer, atónito.
     —Jorge —añadió León Machado—, ¡está claro que no te falta imaginación!

2.
Al día siguiente convinieron en verse en el mismo lugar a la misma hora. Pasaron los primeros minutos de forma algo forzada, como si aquel lapso no fuera nada más que el preludio de algo mayor y más importante. León, que fue el primero en darse cuenta de la situación, tomó la iniciativa e inició aquello que todos estaban esperando.
     —Venga, voy a explicaros la mía —dijo León Machado para romper el hielo—. Practico jiujitsu. Soy cinturón azul, tercer dan. Os queda claro, ¿no? He salido de fiesta. Sí, sí, es todo muy típico, pero es que no importa, lo que importa es lo de ahora. Estoy triste, muy triste, y necesito que esa tristeza se convierta en algo positivo, como por ejemplo una buena pelea. Me apetece muchísimo darme de hostias, trasladar a otra persona el dolor que siento yo en mi interior.
Es tarde, quizá las 5 de la madrugada. Voy solo por unas calles mal iluminados cuyo nombre no alcanzo a recordar. La ciudad está muerta, no hay ni un alma, aunque tampoco la oiría. Voy borrachísimo. Mis amigos, si es que tengo alguno, hace tiempo que se han quedado atrás. Han cogido el bus de vuelta a sus casas o, viendo mi estado de ánimo, han optado por fingir que los vómitos no les permitían continuar. Al final, las cosas importantes tienes que hacerlas tú solo. Todavía falta mucho para mañana.
Me entran ganas de mear y ni me molesto en esconderme. Me bajo la bragueta en mitad de la calzada y libero un chorro exagerado. Diez segundos, veinte, treinta. Por un momento, el placer de la micción me hace olvidar el rostro de Leire. Porque se llamaba Leire, en pretérito imperfecto, ya que está muerta para mí. Y el rostro de Leire abandona mi hipocampo para dejar paso a los tres mastodontes que avanzan confiadamente hacia mí. Noto como retumban los timbales en mis oídos y se me calienta la sangre y el corazón. La técnica gana a la fuerza, pero el corazón vence a la técnica. Y esos tres hotentotes no tienen ni idea de cuánto corazón tengo yo.
Me subo la bragueta y sigo mi camino, silbando. Cuando me los cruzo uno de ellos me hace un ademán. Solícito, me paro para ver qué quiere. Perdona, amigo, ¿tienes fuego? Por supuesto que tengo fuego, le contesto, y mientras que simulo llevarme la mano izquierda al bolsillo derecho, roto la cadera para propinarle una patada en toda la cara. Primero, el crujido de la nariz al romperse, luego el golpe sordo del cuerpo tocando el suelo. Antes de que sus amigos puedan reaccionar, aprovecho la inercia del choque para asestarle un directo de izquierda al que más cerca tengo. A los timbales se les han sumado otros instrumentos y la melodía me seduce una barbaridad. De un gancho de derechas acabo de tumbar al segundo coloso, doy media vuelta y con una sonrisa de maníaco me quedo plantado ante el tercer gigante.
En mi delirio, cada uno de ellos medía por lo menos metro noventa. Ahora dos de ellos ocupan metro y medio en posición horizontal. Apenas puedo pensar, estoy convertido en pura intuición; ha empezado una danza que necesito terminar. El tercero, acobardado, aprovecha el respiro que le he dado para tratar de huir. Me enfado. Salgo tras él como una exhalación y lo alcanzo en una docena de zancadas. Lo acorralo, juego con él. Quiero ver si pedirá clemencia o si, al menos, presentará batalla. Vuelvo a sonreír.
Quiere luchar y eso me encanta. Levanta los brazos, intentando subir la guardia, y al instante me doy cuenta de que no ha boxeado en su vida. Con unas pocas fintas le fuerzo un fallo defensivo y aprovecho la oportunidad para cogerlo con un mata león. Podría ahogarlo hasta que perdiera el conocimiento, pero no lo hago. Jiujitsu significa arte suave, y muy suavemente le aprieto el gaznate. Inexorablemente, aunque sin dejar de removerse, va perdiendo las fuerzas hasta casi perder la consciencia. Me cae bien, ha luchado una batalla perdida, así que lo deposito en un oportuno charco con satírica delicadeza.
Sin apenas sorprenderme compruebo que sus dos compañeros ya no están por ninguna parte. Registro los bolsillos del caído y me hago con su móvil y su cartera. No me molesto en mirar si hay dinero dentro. Curiosamente, también lleva una libreta y un bolígrafo. La abro, pero está en blanco. Entonces la música se acaba abruptamente y vuelvo en mí de forma brusca.
Cierro los ojos con fruición unas cuantas veces mientras aprieto las mandíbulas. Le quito el tapón al bolígrafo y respiro profundamente. He acabado con tres tipos sin apenas esfuerzo, pero un solo pensamiento relacionado con escribir es capaz de hacerme sudar copiosamente. Cuando por fin me decido, trazo dos líneas sobre el papel. Lo hago con tanta fuerza que desgarro aquella página y las tres o cuatro siguientes. Vuelvo a respirar hondo, lo intento una vez más. Dos líneas rectas, una vertical, una horizontal. Una ligeramente más larga que la otra. Una L mayúscula.
Arranco la hoja con furia y la hoja me arranca un grito de la garganta. Cállate, pienso. Cállate de una puta vez. No grites, no hables, no pienses. Así que con las dos manos convierto el papel en una bola diminuta, me la meto en la boca y trago sin dudar.
Abro los ojos de golpe y entonces, por fin, me permito vomitar.
     —¿Tenías que contar ésta, verdad? —preguntó Jorge Feix mientras sonreía.
     —¿Me he perdido algo? —Inquirió Claudio Palmer, divertido.
     —No te preocupes, son cosas nuestras, Claudio —finalizó Machado—. Si supieras la verdad detrás de toda historia, ¿dónde estaría entonces la magia?

3.
La tercera noche culminaba el improvisado acto simbólico. Tres personas, tres noches, tres sillas, tres historias. Fin de año se presentaba como una festividad insulsa: de la exaltación de años pasados ya no quedaba ni rastro. Se trataba de un momento cualquiera; 31 de diciembre, la rúbrica que nos indica el momento exacto en el que transitamos de un número al otro, matemática y nada más. Pero, al menos, la Luna estaba tan llena como sus vasos de cerveza marca blanca.
     —Últimamente me siento desapasionado —dijo León Machado—. ¿Sabéis esa gente que es la mejor del mundo en alguna disciplina? Esos tíos tienen que estar todo el día pensando en lo suyo. Por ejemplo, un futbolista. Debe estar todo el día corriendo detrás de la pelota, física y mentalmente. Si no, ¿cómo llegas a ser el mejor? Dedicándole 8 horas al día no basta, ni siquiera 16. Tiene que ser 24/7. Y todo eso me da algo de envidia, porque yo ni soy el mejor en nada ni tengo una auténtica pasión.
     —Quizá —intervino Claudio Palmer— es justamente eso lo que debería liberarte. No eres el mejor en nada ni tienes ninguna pasión que te esclavice. De puta madre, ¿no? Tienes tu vida toda para ti, sin responsabilidad. Nadie espera que levantes el país, que liberes a los rehenes, que apagues el incendio. Tienes ante ti un abanico de infinitas posibilidades por explorar. Ocurre igual que cuando te revelan una canción de esas que te fascinan; rápidamente buscas el nombre del grupo y seguro que todos nos decimos para nuestros adentros: cómo voy a disfrutar cada uno de los temazos que estoy por descubrir.
La conversación acabó en el momento justo que pisaron la azotea. Cada uno de los miembros del trío reflexionaba individualmente sobre las palabras pronunciadas. Mientras iniciaban los rituales propios del tejado, Jorge Feix decidió hablar por primera vez en un largo rato:
     —¿Y las mujeres?
     —¿Qué quieres decir? —Había pasado ya tanto tiempo que León había perdido el hilo de los pensamientos del otro.
     —La pasión. ¿Y si la sientes por una mujer? O por un hombre, vaya, cada uno según sus gustos. Lo que quiero decir es: ¿y si te apasiona otro ser? Es más, ¿y si te apasionas tú mismo?
     —¡Para el carro! —Claudio Palmer levantó la cabeza de sus manualidades para meter mano a la charla—. Dejaos ya de filosofía barata, suficiente tuve yo con la obligatoria. ¿Queréis una historia que aúne el ego y las mujeres? No os preocupéis, ésta es mi noche y yo soy vuestro hombre. Así que prestadme vuestros oídos, porque no os decepcionaré:
La historia se divide en dos partes. Está él y está ella, el ying y el yang, la luz y la oscuridad, la tesis y la antítesis.
Es la clase de hombre que tiene cantidades ingentes de dinero. Nunca ha tenido que preocuparse por él y, en consecuencia, no lo valora demasiado. Una de sus principales aficiones consiste en mirar mujeres, así que tiene una habitación reservada para ello.
Se acomoda en la mejor butaca de su ático y reclina el respaldo hacia atrás. Se hace servir un sándwich (no le gustan los platos elaborados) mientras añade tres hielos a su combinado. Acto seguido, da dos fuertes palmadas y empieza la función. Las luces se apagan por completo y un foco ilumina un punto en concreto del escenario ante el que se sienta. De una puerta lateral empiezan a desfilar mujeres: lentas, rápidas, sensuales, ariscas, vestidas o desnudas. El foco las va siguiendo una a una mientras que él, masticando su sándwich, goza del espectáculo. Aunque no pierde detalle, no actúa en ningún momento. Se limita a contemplar, con las piernas cruzadas sobre el reposapiés y la barbilla impregnada de aceite.
Cuando considera que ha tenido suficiente, reitera los mismos golpes del inicio y entonces la oscuridad y el silencio vuelven a hacerse dueños de la situación. No siente ningún interés sexual por las mujeres, no desea poseerlas. Simplemente le gusta tener algo bonito que mirar mientras cena.
Ella se llama Sally y tiene un león tatuado en la parte izquierda de su cuello para no olvidarse jamás de lo horrible que llegó a ser en un momento dado. Un perenne memorando, una alusión escrita en tinta. En cuanto al resto, Sally es bastante honrada. Como toda la gente honrada, va cortísima de dinero, por lo que además de su empleo en el supermercado, tiene un grupo de música. Sally es cantante.
Su principal afición es llegar a casa después de ocho horas de aguantar gilipollas en el curro, quitarse los zapatos sin hacer uso de las manos, acabar de desnudarse por completo (ahora sí usando las manos) y meterse en la ducha. A medida que el agua caliente, casi ardiendo, le circula por la piel, siente cómo el ánimo se recupera lentamente y le vuelven las ganas de cantar. Así que canta, canta fuerte, ayudándose del eco que le proporciona la acústica de la ducha, y se imagina escenarios futuros donde se gana la vida con su voz y no con sus manos.
Varios meses después sus vidas se cruzan. El escenario está al aire libre y los altavoces hacen vibrar el suelo con los bajos. Ella surge de la penumbra y recibe una ovación ensordecedora. Por casualidades de la vida, él está allí y la oye cantar. Canción a canción, su interés va aumentando. Quizá sea el timbre, el mensaje, la actitud con la que canta. No está seguro, pero le gusta. Es más, lo tiene fascinado, hipnotizado. Y entonces, Sally.
Sally está totalmente entregada al espectáculo. Nota cómo se le desgarra la voz en cada agudo, pero no le importa. Está tan inmersa en su papel que apenas comprende la realidad; sólo tiene cabida la música. Llega a la última canción fuera de sí, vagando sin rumbo en un mar de éxtasis, hasta que una brutal revelación sacude su cerebro. Sabiendo exactamente lo que tiene que hacer a partir de ahora, se relaja. Deja el micro en el soporte para tener las manos libres y las usa para jugar con sus ropas. Cada uno de sus movimientos es grácil, acompasado. Fluye como nunca lo ha hecho; está poseída por alguna entidad superior que la obliga (aunque se deja) a actuar así como lo hace. En el apogeo, cuando la canción está a punto de volverse insostenible, se lleva los brazos cruzados a la parte baja de su camiseta y se la sube durante un instante por encima del cuello, dejando al descubierto sus tetas. Una fracción de segunda que basta para comprobar que son dos, son redondas y aunque de tamaño mediano, por las circunstancias que las rodean, resultan increíblemente cautivadoras.
Los vítores del resto de los espectadores impiden escuchar cualquier nota. Él se queda con la boca totalmente abierta, anonadado ante aquello que acaba de presenciar. Se dice a sí mismo que tiene que hacerse con ella, comprarla, lograr que le cante en privado.
Se pasa los siguientes meses cortejándola. Unas flores aquí, unos bombones allá. Usa sus contactos para verse en directo, trata de seducirla, conquistarla. Sally permanece impertérrita a sus encantos. Promesas de grandeza, contratos discográficos, paladeo de lujos sin parangón. Él intenta todo lo que está a su alcance, pero ella lo rehúye.
Sally sigue trabajando en el súper y cantando con su grupo. Alguna vez se ha sentido tentada a ceder, cosificarse, convertirse en propiedad y por lo tanto solucionar la mayoría de sus preocupaciones. Pero no lo hace; una vocecilla interior (dogmática, etérea, irresistible) la insta a rebelarse y a seguir siendo ella misma. Así que Sally, en la última canción, en el último santiamén, se levanta la blusa para ofrecer al mundo entero la visión de sus tetas veinteañeras.
Él está dominado por la rabia y la frustración. Se siente despreciado por aquello que más desea. Todos sus intentos han sido en vano, reducidos a cenizas por la incorruptibilidad de la muchacha. Y encima, como broche, como guinda, se desnuda delante de todo el que la quiera ver. Sally ofrece gratuitamente aquello por lo que él daría todo el dinero que posee. Es una afrenta a la ley de la oferta y la demanda. Es un sacrilegio cometido contra todo lo que es sagrado para él.
Pero cada noche Sally vuelve a casa y se mete pronto en la cama para apagar la calefacción, mientras que él se encierra en su ático y no para de ver desfilar mujeres cuya cara le recuerdan a la de Sally.
     —Joder —dijo Feix cuando Palmer hubo acabado el relato—, esto ha sido intenso, tío.
     —Sin embargo —apuntó Machado, con el rostro reflejando consternación—, ¿cómo está la historia exactamente relacionada con lo que yo hablaba antes?
Entonces Claudio Palmer, como si lo hubiera tenido todo planeado desde un primer momento, permitió que se le iluminaran las facciones antes de responder.
    —León, tío. Si te explico el truco entero, ¿dónde queda la magia?

4.
El día 1 de enero amaneció frío y taciturno. Los tres protagonistas acabaron la noche en su azotea, brindando con champán y celebrando la llegada del año nuevo. La historia de Palmer les había encogido el corazón, aunque nada que ocho horas de sueño no pudiera salvar. Tras levantarse tarde, vestirse y comer algo, se vieron los tres por la tarde con la intención de despedirse. Al día siguiente Palmer iba a coger un avión hacia Madrid, así que querían aprovechar sus últimos momentos juntos. Cogieron un bus y se dirigieron a las afueras, donde se celebraba el famoso debate preelectoral.
A pesar de que llegaron con tiempo de sobra, el estadio estaba a rebosar. Las paredes estaban decoradas con carteles que rezaban frases tales que: “Vota Ramiro Millón, por un futuro mejor” o “Sancho Pedrosa. Con tu voto podemos vivir en una ciudad mejor”. Los tres jóvenes, desencantados con la política, se burlaban y parodiaban los manidos eslóganes electorales. En un cartel en concreto alguien había dibujado un parche pirata en el ojo de Sancho Pedrosa. Había ciudadanos que paraban aposta para fotografiarse junto al cartel alterado.
Tuvieron que rebuscar para encontrar tres asientos juntos libres, pero dieron con ellos cerca de una de las esquinas, donde la visibilidad era poco más que nula y el frío, potente en aquel primer de año, les hacía apretar los dientes y cubrirse con las bufandas. Para no pensar constantemente en las incomodidades que sufrían, Jorge Feix habló a León Machado.
     —Escucha, León. Este año me siento pensativo. Nunca debimos acorralar aquel tío en el callejón, ¿verdad?
     —¡Si no lo hubiéramos hecho aún tendrías tu libreta, cabrón!
     —Espera, espera, espera —intervino Palmer— ¿Me estás diciendo que la historia del jiujitsu no es inventada?
Claudio lanzó su pregunta a la vez que se fijaba por primera vez en el centro del estadio. En lugar de encontrarse con una mesa o quizá un atril donde dos adversarios pudieran debatir cómodamente, sus ojos avistaron un cuadrilátero profesional. Se disponía a preguntar al respecto, obviado el tema del callejón, cuando una voz en off pronunció el nombre de los dos candidatos por megafonía. De puertas opuestas, los excelentísimos señores don Ramiro Millón y don Sancho Pedrosa salieron corriendo, gritando y enarbolando los brazos enguantados. El primero llevaba los pantalones azules y el segundo rojos, ambos símbolos de sus respectivos partidos políticos. Su carrera los acercó al cuadrilátero donde llegaron mecidos por los vivas del gentío que se había congregado.
El moderador, vestido de negro y armado con un silbato, procedió a declamar los currículos de los dos aspirantes. Tras separarlos y obligarlos a saludarse, se apartó con agilidad y sonó la campana que anunciaba el primer round.
Claudio Palmer, estupefacto, no podía creerse la ceremonia que estaba presenciando. Sin salir de su estupor, atinó a preguntarle a Jorge Feix.
     —Jorge, ¿de verdad que no estoy soñando? ¿Esta no es una de las historias de la azotea?

    —Por favor, Claudio —replicó Jorge Feix—. ¿Es que acaso en Madrid los políticos no debaten así?

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