Se
hacía llamar el Rey. Medía casi dos metros de altura y siempre iba vestido de
blanco, de un blanco tan sucio que ya era prácticamente negro a causa de la mierda
acumulada. En la cúspide pelada de su cabeza llevaba siempre una kipá oscura en
contraste con el resto de su atuendo. Era imposible cruzarse con el Rey y no
reparar en él.
Residía,
por supuesto, en el Hospital Psiquiátrico, donde aterrorizaba por igual a
pacientes y enfermeros. Madrugaba mucho y a las siete de la mañana ya estaba
vestido y dispuesto para salir. Ábreme, que estoy perdiendo dinero, decía a la
enfermera de turno para que le franqueara el paso. Date prisa, tengo que
marcharme a revisar el yate.
Su
ausencia resultaba un respiro para todos los trabajadores del recinto. Los
tenía, en cierto modo, subyugados: era el único que por las noches no estaba obligado a ponerse el pijama para dormir, al que le permitían salir a fumar un
cigarrillo a cualquier hora del día o de la noche, al que preparaban comida kosher que luego despreciaba y tiraba,
sin tocar, directamente al cubo de la basura. Era el monarca del hospital: yo
fumo cuando quiero y como cuando me apetece porque soy el Rey.
No
se sabe qué hacía exactamente cuando abandonaba el sanatorio. Según él,
compraba y vendía acciones, se reunía con potenciales inversores de Dubái,
negociaba precios por distintos estadios de futbol. Lo cierto es que era fácil
verlo deambular por las diferentes iglesias y catedrales de la ciudad. Te
dejabas caer por Santa María del Mar o la Catedral de Barcelona y lo veías
paseando, ensimismado, como si confundiera las religiones o hubiera abandonado
el judaísmo por el cristianismo pero todavía conservara la kipá por razones
sentimentales. Parecía pacífico, como si el aura propia de los lugares sagrados
lo relajara o lo forzara, de algún modo, a no llamar la atención más de lo que
la llamaba con su altura.
Al
caer la noche su conducta cambiaba radicalmente. Toda la paz que había logrado
acumular durante sus paseos se veía convertida en violencia desbordada. Nada
más cruzar el umbral del Hospital empezaba a lanzar ráfagas de insultos contra
todo aquél que se cruzara. Pocas veces llegaba a las manos, pero, cuando lo
hacía, semejaba un huracán en intensidad y poder destructivo. Se acercaba
dócilmente a otro interno, y, digamos, le pedía un cigarrillo a sabiendas de
que el otro no fumaba. Aquél le respondía que lo sentía pero que no llevaba
ninguno encima y entonces, sin mediar palabra, lo tumbaba de un directo de
izquierda en la nariz. Una vez en el suelo lo pateaba en las costillas sin
cuartel hasta que alguna enfermera lo convencía de que parara. Aquellas
ocasiones se saldaban con llegada de la policía
y un montón de papeleo para el personal responsable. El hospital había creado
un protocolo especial para él: cuando alguien hacía sonar el botón del pánico
todos los enfermeros (normalmente enfermeras), sin importar el pabellón al que
pertenecieran, se dirigían sin demora hacia donde eran requeridos, no exentos
del temor que conllevaba enfrentarse al Rey.
La
figura que hasta entonces había hablado se paró para dar fuego al cigarrillo
que descansaba entre sus dedos. La otra, el que escuchaba, contestó:
-
Sacrofobia inversa. Aquellos que padecen sacrofobia tienden a mostrar conductas
anormalmente agresivas en espacios considerados sagrados. A éste le ocurre
justamente lo contrario; llamémoslo profanofobia, dondequiera que sienta que ya
no pisa terreno sagrado se convierte en una bomba nuclear andante. Quizá por
eso siempre lleva la kipá, para evitar autolesionarse.
Interesado
en la respuesta, la primera figura se atusó ligeramente el bigote mientras pensaba
en sus próximas palabras:
-
Dígame, Holmes, ¿qué le parecen las iglesias? Quiero decir, ¿qué siente usted
al entrar en una?
Holmes,
que no se había parado en ningún momento a esperar a su compañero, contestó
alzando la voz por encima del bullicio:
-
Si le digo la verdad, John, me siento intranquilo. Me resulta imposible
desvincularlas del fin por el que fueron construidas; soy incapaz de
apreciarlas por su arquitectura, al revés, su finalidad me retumba en la mente,
avisándome: estás en terreno resbaladizo, Holmes, aquí impera la fe, y entonces
mil leds rojos, luminosos y también ruidosos encendiéndose a intervalos en mi
cerebro me impiden concentrarme en cualquier belleza sino que me obligan a
permanecer atento, en guardia, como si el ambiente fuera extremadamente hostil.
Si la iglesia es gótica todavía puedo soportarlo: los juegos de luz me
entretienen y aplacan mis instintos durante un tiempo. Si, al contrario, es
románica, estoy perdido. Desde el primer segundo me sentiré como en una cueva y
no en un templo y trataré de huir a la mínima oportunidad.
-
Sherlock Holmes –anunció el llamado John, sarcástico-, si en alguna ocasión lo
llevan de viaje, acuérdense: soporta las iglesias góticas pero no las
románicas.
Holmes
obvió estoicamente el comentario para seguir con la conversación.
-
Y a usted, John, ¿qué sentimientos le producen?
-
La verdad es que, como al Rey, me tranquilizan. Nada más entrar en una iglesia
me siento, al contrario que usted, a salvo; como si hubiera alguna fuerza
superior que me protege y que me otorga un respiro para que disfrute; sí,
disfrutar es la palabra: para que disfrute de mi tiempo, de mi existencia, para
que me maraville del aire, de los salmos, de la decoración, de la bóveda y de
los cristos. No me pasa ni en las mezquitas ni en las sinagogas y estoy
bastante seguro de que tampoco sentiría nada parecido en un templo budista,
aunque jamás he pisado uno.
-
Entonces, ¿se considera usted cristiano?
-
No, señor, no. No creo en Dios ni en las enseñanzas de Cristo. ¿Sabe en qué
creo? Creo en la buena voluntad, creo en la educación, creo en el perdón, en la
misericordia, en la bondad, en el valor, en el buen juicio… Creo, en
definitiva, en cosas muy humanas, pero no en la divinidad.
Déjeme
ponerle un ejemplo: transportémonos unos años atrás, verano, fiestas
provinciales, un pueblo pequeño, música ligera, alcohol a precio popular,
alegría generalizada. Yo estoy acodado en la barra de un puesto de comida al
aire libre, viendo pasar las mujeres, ya sabe usted lo que me gustan las
mujeres. Entonces me giro hacia el dependiente y le pido una hamburguesa para
comer allí mismo. Me despisto, me fijo en una, en la otra, en los transeúntes
pasadísimos que se tambalean, me concentro en el olor a carne asada y en la
mezcla de las colonias de los viandantes, todo perfumado con un toque acre
del sudor propio de las aglomeraciones: un olor que asocio con las fiestas.
Cuando
me doy la vuelta y me dispongo a atacar mi plato puedo comprobar como un grupo
de tres o cuatro jóvenes, entre veinte y veinticinco años, me miran sin disimulo
a la par que dan cuenta de una hamburguesa con patatas. Cuchichean y sonríen y cuando descubren mi
mirada uno de ellos me pregunta qué me pasa, a ver si quiero pelea. ¿Cómo cree
que respondí yo?
Holmes
dedica apenas unos segundos a pensar su respuesta, como si le acabaran de
preguntar una obviedad.
-
Usted estuvo en Afganistán y en Iraq. Hace deporte regular, más de tres veces a
la semana, y además es cinturón negro de kárate. Por no hablar del entrenamiento cuerpo a
cuerpo que debió recibir en el ejército. Yo digo que intentó dialogar y, ante
la negativa de los jóvenes, le hizo alguna que otra llave al más chulo de grupo
para luego, cuando huyeran, recuperar su hamburguesa.
-
La hamburguesa me había costado cuatro libras. Miré al dependiente, que ya me
pedía perdón con los ojos, y le pedí otra hamburguesa. Pagué inmediatamente. A
veces, Holmes, hay que tener algo de paciencia: la herida en mi orgullo no era
tan grave como para partirle un brazo a un joven por un trozo de carne.
-
John, es usted gilipollas. El Rey, en su locura, conservó la lucidez necesaria
para entender el funcionamiento del mundo: los fuertes sobreviven, los débiles
mueren. Y a usted, querido Watson, más cuerdo que cualquiera, le pasa lo mismo
que a toda la buena gente: es incapaz de comprender que el exceso de amabilidad
es una patología como cualquier otra.
-
Váyase a la mierda, Holmes, no todos somos sociópatas como usted.
Holmes
no contestó, satisfecho. De forma imperceptible, se apartó unos centímetros de
su ayudante y contempló cómo un chorro de líquido mojaba por completo a su
amigo.
John
Watson levantó la vista hacia la ventana agresora y despotricó ofendido contra
la señora que la ocupaba. Luego simplemente siguió andando.
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