Iñaqui
Echevarne, Bar Laura, próximo a la calle 16 de Julio, 30 de octubre de 1998
No
soy especialmente rencoroso. Pero sí algo rencoroso. Antes, cuando la
informática no estaba tan avanzada, solíamos escribir en papel. Yo tengo un
recipiente donde guardo las plumas, bolígrafos y lápices necesarios. Sin
embargo, no contiene ni un triste BIC. Lo tengo lleno de sus recuerdos: una
foto, un mechón de pelo –como si hubiera ido a la guerra-, alguna nota
especial, esa clase de bobadas. A veces, pocas, pero a veces, recuerdo
abruptamente algún episodio en concreto y siento algo a caballo entre la
vergüenza y la rabia. Entonces me enciendo un cigarrillo y me permito la
cotidiana maldad de despachar la ceniza en el bote de los recuerdos.
Fantaseo
con el momento en el que gane algún premio literario importante y tenga que
acudir a recibirlo y quizá dar un pequeño discurso en la ceremonia pertinente.
Seguir todo el protocolo: hacerse con una camisa nueva, coquetear con las
corbatas, arreglarme la barba y, en definitiva, parecer una persona decente:
mentir a la cara de todos los espectadores, hacerles ver que soy alguien
aseado, es más, impoluto, intachable, veterano de mil condecoraciones y
galardonado hasta la náusea. Actuar, interpretar mi papel de hombre
responsable, serio y correcto y entonces, a la hora de hablar, disfrutar del
silencio expectante. La audiencia espera algo aburrido: gracias a tal familiar,
a mi editor, a mis colaboradores. Todo muy tedioso a la par que adecuado. Ahí
comenzaría la magia, pues aquel pulcro señor –yo mismo- se contradice con su
aspecto físico.
Juraría,
insultaría, despotricaría con sumo placer, dejando que una irritación muy
condensada irrigara mis palabras y mi saliva: este premio va por todos los
hijos de puta que jamás se molestaron en tratar de comprenderme. Por todos los
cabronazos que nunca me dieron una oportunidad. Y, especialmente, va por Laia
Jáuregui, porque si no hubiera sido tan puta, jamás me hubiera visto obligado a
escribir para encontrar un modo de ahuyentar su vileza.
La
llamaría puta y vil en menos de un minuto y acabaría el discurso. No sé si
recibiría aplausos aunque, sin duda alguna, yo estaría tentado de aplaudirme a
mí mismo. Pero sólo se trata de una fantasía. La realidad es que no pienso que
sea ni vil, ni puta. No tengo motivos suficientes para respaldar esos
adjetivos. Como máximo puedo acusarla de perezosa y egoísta. Y da la casualidad
de que yo soy bastante perezoso y egoísta, así que rápidamente caigo en la
hipocresía. Así que todo queda en mi imaginación.
Puedes
dividir el mundo en perdedores y ganadores. No exactamente según sus resultados
–que también- sino según la predisposición natural de cada uno. No hablo de los
juegos de azar ni de la suerte; no me refiero que haya gente propensa a ganar
la lotería o a la ruleta. Hablo de la actitud vital de las personas delante de
los distintos problemas que van sucediendo. Los ganadores -¿estos eran los
cronopios o los famas?- consiguen aquello que se proponen. Un ascenso, una
casa, un matrimonio. Siempre cosas físicas, tangibles, reales. Los perdedores,
por el otro lado, siempre van faltos de materialidad: tienen que pedir prestado
dinero, viven donde se les permite y para lograr un ascenso previamente es
necesario haber encontrado trabajo.
En
el ámbito irreal, es decir, el medio sentimental, ambos son perdedores: los
ganadores-perdedores satisfacen sus deseos constante e inexorablemente: tras
cada deseo satisfecho hay un pequeño momento de plenitud y luego la necesidad
de encontrar un nuevo objetivo antes de que los consuma la apatía. Y luego se
mueren. Los perdedores-perdedores, incapaces por su condición de satisfacer sus
deseos, se limitan a contemplarlos desde lejos, quizá acariciarlos, quizá
mitigarlos o puede que incluso intenten eliminarlos por completo. Al final,
también se mueren, pero sin tener siquiera un momento de plenitud.
El
resumen: si piensas demasiado, te paras. Si te paras, te mueres. Si no te
paras, te mueres también, pero no te das cuenta. Yo soy un perdedor. No sólo
eso, sino que sé que soy un perdedor.
Por eso arrojo la ceniza sobre los recuerdos de Laia Jáuregui, por eso escribo
literatura de perdedores, porque, ya que voy a morirme, me moriré desafiando mi
naturaleza de perdedor: jodidamente pleno.
https://www.facebook.com/jjescribe
https://www.facebook.com/jjescribe
No hay comentarios:
Publicar un comentario