viernes, 14 de agosto de 2015

Tatuada

Laia Jáuregui, Interestatal 15, algún punto cerca de la frontera entre California y Nevada, 1976:
Imagínate que no se conforma con un poema. Imagínate que en su ansia por conquistarte –estoy segura de que conquistar es la palabra adecuada- hubiera creado toda una tendencia literaria, un movimiento vanguardista al completo dedicado a la simple tarea de llamar tu atención.
Toneladas de papel tintadas de un solo propósito: no te vayas. Primero, él, sus cuentos, sus poemas. Luego se le sumaron sus amigos escritores. Al final, gente que ni sabía de mi existencia participaba de una corriente cuyo significado no comprendían. Se limitaban a garabatear aquí y allá tratando de imitar la estética de sus superiores literarios. Poemario tras poemario, acabé aborreciéndolo. Tanta tenacidad sólo sirvió para agobiarme, y yo, cuando me agobio, corro. Siempre fui muy rebelde, así que hice justo lo contrario de lo que él deseaba. Me fui, primero de la República, y luego seguí huyendo. Lejos de él y de todo lo que significaba, lejos de una literatura que me ahogaba en poemas de amor y miseria y  autocompasión.
Hace unos años, quizá a principios de los setenta, le preguntó por mí a una amiga en común. Quiso averiguar mi teléfono, incluso llegó a llamarme. Sinceramente, prefiero que el pasado se quede enterrado. Hay cosas que más vale la pena no remover, aunque sea por simple precaución. Yo sigo siendo salvaje e indómita y llevaba mucho tiempo sin dedicarle un pensamiento. Centro la vista en el presente y tiro hacia adelante; así de práctica –y fría y descorazonada, dicen- soy. De nada me servirá lamentar aquello que ya ha sido. Ahora California, Nevada, Idaho y luego Montana. Y después ya veremos.
Sin embargo, tengo que reconocer que, con la perspectiva adecuada, resulta halagador lo que hizo. El muy cabrón debió quererme con locura: todo un movimiento vanguardista. No recuerdo el nombre de la corriente, es más, ni siquiera recuerdo el título de alguno de sus poemas –me los traía a casa, en Bucareli-, ya no digamos el contenido de los versos. Nunca me ha interesado demasiado la literatura, se aleja demasiado del mundo real. Una cosa es la que sale en los libros y otra la que ocurre en el mundo, muy pocas veces una tiene que ver con la otra.
A medida que me haces hablar de él me voy ablandando. Quizá debí cogerle el teléfono. Quizá se merecía al menos un “¿diga?” borde y quizá algo más. No lo sé. Ahora qué más da.

Alejandro Barceló, café Avant, barrio de Horta, Barcelona, 1981:
Cuando estás jodido de verdad siempre te queda una opción antes que la desolación: encontrar consuelo en aguantar las hostias con entereza. Es decir, sea cual sea tu situación, las cosas mejorarán si soportas el aluvión de forma respetable. ¿Qué es respetable? Yo no lo sé, para cada uno es distinto. Ahí reside parte de la gracia.
Hará algo menos de veinte años, quizá quince. Puede que fuera durante el 64 o el 65. Era guapísima, con un aire a Janis Joplin pero con los ojos azules y el pelo rizado. Y la mandíbula menos ancha. Quizá no se parecía tanto a Janis Joplin. Qué más da. Algo soberbia, algo orgullosa. Independiente hasta la muerte. Aunque espero que esté viva. La última vez que la quise llamar ni siquiera me cogió el teléfono. Me dolió un poco; es más me dolió bastante. Pero lo soporté con entereza, así que todo correcto. Ya podría haberme contestado, la verdad.
En fin, como decía, el 65. Hacía dos años o así que nos habíamos mandado mutuamente a la mierda y yo no acababa de reencontrar el camino. Estas cosas a mí me dejan tocado. Ella creo que siguió hacia adelante, sin problemas. Seguro que los tuvo, pero jamás lo demostró. Qué fortaleza, la verdad. Esa mujer era un roble. Seguro que estaba rota o sangrando por todo el interior, pero ella, terca como nadie, se decía tan fuerte a sí misma que todo estaba bien que el propio ruido de su consciencia le impedía oír el dolor. A veces me la imagino como uno de estos peces que necesitan estar en constante movimiento para proveerse de oxígeno. Si se paran, mueren. Así es Laia –llevaba tiempo sin pronunciar su nombre-, como una máquina de movimiento perpetuo; como el animal más vital que hay. Y la admiro por ello. Puede que hayan pasado años desde entonces, pero joder cómo la admiro. La cuestión, -y además es una tontería, tanto que he desvariado ya- es que me encontraba en un supermercado, comprando unos pocos víveres, yo qué sé. Era el súper pero podría haber sido la frutería o el bar. Y de repente me encontré con una muchacha parecida a Laia, con el pelo así rizadito y algunos tatuajes en los brazos. Laia lleva, en la espalda, desde los omóplatos hasta los riñones, un firmamento tatuado. Estrellas, constelaciones, algún planeta. Eso no se olvida. Y no todo el mundo alcanza a ver el tatuaje –lo siento, perdóname el momento de macho alfa-. Entonces vi yo aquella muchacha y juro que estuve a punto de salir corriendo. Pensé “¡pero si es clavadita a ella!” y por poco que no se me caen las bolsas al suelo. Los tatuajes no tenían nada que ver, pero poco importó.

Así contado puede parecer una tontería, pero fue una situación jodida. Pero aguanté el tipo, volví a casa y creo que escribí algún poema que me recordaba a ella. No se lo mandé, por supuesto. Pero lo escribí, para transformar mi pena en algo positivo. Todavía debe estar guardado en algún lugar.
En fin, la entereza. Y Laia. Y la vida, que avanza. Y qué tatuaje más impresionante, de verdad. Yo nunca me he atrevido a hacerme ninguno. Qué mujer, qué mujer.

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