Laia Jáuregui, Interestatal 15,
algún punto cerca de la frontera entre California y Nevada, 1976:
Imagínate
que no se conforma con un poema. Imagínate que en su ansia por conquistarte –estoy
segura de que conquistar es la palabra adecuada- hubiera creado toda una
tendencia literaria, un movimiento vanguardista al completo dedicado a la
simple tarea de llamar tu atención.
Toneladas
de papel tintadas de un solo propósito: no te vayas. Primero, él, sus cuentos,
sus poemas. Luego se le sumaron sus amigos escritores. Al final, gente que ni
sabía de mi existencia participaba de una corriente cuyo significado no
comprendían. Se limitaban a garabatear aquí y allá tratando de imitar la
estética de sus superiores literarios. Poemario tras poemario, acabé
aborreciéndolo. Tanta tenacidad sólo sirvió para agobiarme, y yo, cuando me
agobio, corro. Siempre fui muy rebelde, así que hice justo lo contrario de lo
que él deseaba. Me fui, primero de la República, y luego seguí huyendo. Lejos
de él y de todo lo que significaba, lejos de una literatura que me ahogaba en
poemas de amor y miseria y autocompasión.
Hace
unos años, quizá a principios de los setenta, le preguntó por mí a una amiga en
común. Quiso averiguar mi teléfono, incluso llegó a llamarme. Sinceramente,
prefiero que el pasado se quede enterrado. Hay cosas que más vale la pena no
remover, aunque sea por simple precaución. Yo sigo siendo salvaje e indómita y
llevaba mucho tiempo sin dedicarle un pensamiento. Centro la vista en el
presente y tiro hacia adelante; así de práctica –y fría y descorazonada, dicen-
soy. De nada me servirá lamentar aquello que ya ha sido. Ahora California,
Nevada, Idaho y luego Montana. Y después ya veremos.
Sin
embargo, tengo que reconocer que, con la perspectiva adecuada, resulta
halagador lo que hizo. El muy cabrón debió quererme con locura: todo un
movimiento vanguardista. No recuerdo el nombre de la corriente, es más, ni
siquiera recuerdo el título de alguno de sus poemas –me los traía a casa, en
Bucareli-, ya no digamos el contenido de los versos. Nunca me ha interesado
demasiado la literatura, se aleja demasiado del mundo real. Una cosa es la que
sale en los libros y otra la que ocurre en el mundo, muy pocas veces una tiene
que ver con la otra.
A
medida que me haces hablar de él me voy ablandando. Quizá debí cogerle el
teléfono. Quizá se merecía al menos un “¿diga?” borde y quizá algo más. No lo
sé. Ahora qué más da.
Alejandro Barceló, café Avant, barrio de Horta, Barcelona, 1981:
Cuando
estás jodido de verdad siempre te queda una opción antes que la desolación: encontrar
consuelo en aguantar las hostias con entereza. Es decir, sea cual sea tu situación,
las cosas mejorarán si soportas el aluvión de forma respetable. ¿Qué es
respetable? Yo no lo sé, para cada uno es distinto. Ahí reside parte de la
gracia.
Hará
algo menos de veinte años, quizá quince. Puede que fuera durante el 64 o el 65.
Era guapísima, con un aire a Janis Joplin pero con los ojos azules y el pelo
rizado. Y la mandíbula menos ancha. Quizá no se parecía tanto a Janis Joplin. Qué
más da. Algo soberbia, algo orgullosa. Independiente hasta la muerte. Aunque
espero que esté viva. La última vez que la quise llamar ni siquiera me cogió el
teléfono. Me dolió un poco; es más me dolió bastante. Pero lo soporté con
entereza, así que todo correcto. Ya podría haberme contestado, la verdad.
En
fin, como decía, el 65. Hacía dos años o así que nos habíamos mandado
mutuamente a la mierda y yo no acababa de reencontrar el camino. Estas cosas a
mí me dejan tocado. Ella creo que siguió hacia adelante, sin problemas. Seguro
que los tuvo, pero jamás lo demostró. Qué fortaleza, la verdad. Esa mujer era
un roble. Seguro que estaba rota o sangrando por todo el interior, pero ella,
terca como nadie, se decía tan fuerte a sí misma que todo estaba bien que el
propio ruido de su consciencia le impedía oír el dolor. A veces me la imagino
como uno de estos peces que necesitan estar en constante movimiento para
proveerse de oxígeno. Si se paran, mueren. Así es Laia –llevaba tiempo sin
pronunciar su nombre-, como una máquina de movimiento perpetuo; como el animal
más vital que hay. Y la admiro por ello. Puede que hayan pasado años desde
entonces, pero joder cómo la admiro. La cuestión, -y además es una tontería,
tanto que he desvariado ya- es que me encontraba en un supermercado, comprando
unos pocos víveres, yo qué sé. Era el súper pero podría haber sido la frutería
o el bar. Y de repente me encontré con una muchacha parecida a Laia, con el
pelo así rizadito y algunos tatuajes en los brazos. Laia lleva, en la espalda,
desde los omóplatos hasta los riñones, un firmamento tatuado. Estrellas, constelaciones,
algún planeta. Eso no se olvida. Y no todo el mundo alcanza a ver el tatuaje –lo
siento, perdóname el momento de macho alfa-. Entonces vi yo aquella muchacha y juro
que estuve a punto de salir corriendo. Pensé “¡pero si es clavadita a ella!” y
por poco que no se me caen las bolsas al suelo. Los tatuajes no tenían nada que
ver, pero poco importó.
Así
contado puede parecer una tontería, pero fue una situación jodida. Pero aguanté
el tipo, volví a casa y creo que escribí algún poema que me recordaba a ella.
No se lo mandé, por supuesto. Pero lo escribí, para transformar mi pena en algo
positivo. Todavía debe estar guardado en algún lugar.
En fin, la entereza. Y Laia. Y la vida, que avanza. Y qué tatuaje más impresionante, de verdad. Yo nunca me he atrevido a hacerme ninguno. Qué mujer, qué mujer.
En fin, la entereza. Y Laia. Y la vida, que avanza. Y qué tatuaje más impresionante, de verdad. Yo nunca me he atrevido a hacerme ninguno. Qué mujer, qué mujer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario