En
algún punto de la carretera que lleva a Casas Negras; quizá en una de las
gasolineras de la colonia Carreño. No lo recuerdo exactamente. En el desierto
de Sonora, cerca, sin dudarlo, de Santa Teresa. Allí me encontré con Roberto
Bolaño, quien se había ofrecido a darme un paseo por la ciudad en su
motocicleta.
Pensé
que se trataba de una oportunidad inmejorable para esclarecer algunos enigmas
relativos a sus novelas. ¿Qué pasa con Norton y Morini? ¿Qué es de Fate y R.
Amalfitano, llegaron alguna vez a Barcelona?
Se
negó rotundamente. No quiso hablarme de sus libros. Se excusó explicándome que
no era nada personal, simplemente que su psiquiatra se lo había prohibido:
necesitaba descansar la mente de sus propias creaciones. Él había prometido
hacerlo y sabía que el incumplimiento podía acarrear episodios psicóticos muy
poco oportunos. A cambio de su forzado silencio, sin embargo, me ofreció una
historia que había oído por ahí; no la había escrito él y, por lo tanto,
-entonces apartó la vista de la carretera para guiñarme un ojo- se trataba de
una especie de vacío legal. Decía así:
Imagínate
que no estamos en la República sino que nos trasladamos a Barcelona. No
buscamos a Rosa Amalfitano –qué atractiva, ¿verdad?- sino que estás tú dando un
paseo por la calle Tallers, al lado de Universidad, y no estás dando una vuelta
en moto sino que andas bastante pegado a una muchacha. Es importante que te
metas en el papel, ¿vale?
No
es una tía cualquiera pero tampoco me interesa que la idealices demasiado. Es
una conocida tuya, de buen ver –no jodamos-, y lo importante es que de golpe te
descubres a ti mismo redescubriéndola, sintiendo un interés que hasta entonces
había permanecido velado. ¿Se habrá hecho algo en el pelo? ¿Siempre fue tan
salvaje? No se trata de algo racional sino más bien de sensaciones. ¿Quizá es
que ya son las seis de la mañana? No importa –continua Bolaño-, tiene cierto
estilo, quizá es la forma de vestir, quizá tiene que ver con el acento.
Imagínate que incluso estarías dispuesto a jurar que casáis en ideología.
Repentinamente,
en un semáforo –quizá con la tontería vuestros pasos os han llevado a la calle
Luna-, se gira y te mira como ansiosa, como diciéndote vas a hacer algo de una
puta vez o vas a hacerme esperar indefinidamente. Justo en ese momento te
abrumas un poquito porque te invade la sensación de que algo va terriblemente
mal. Por supuesto, rehúyes esa admonición para lanzarte a por sus labios.
Contraes los abdominales, bajas tu centro de gravedad y en un golpe de aire te
elevas para dar comienzo a la maniobra.
Todo
va según lo establecido hasta que los mordisquitos se vuelven dentelladas y
cuando ya es demasiado tarde por fin te das cuenta: como una guillotina
improvisada, su mandíbula se coordina para asestarte el golpe definitivo. Con
un chasquido característico, tu lengua queda dividida en dos partes. Y lo peor
es que tú sabías que algo iba mal desde el principio.
¿Qué
te parece la historia? –me pregunta entonces Bolaño, esta vez sin desviar la
vista del desierto-.
Me
quedé callado, sin poder contestarle. Me sentía como si me hubiera comido la
lengua el gato.
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