martes, 13 de octubre de 2015

La ciudad de los Tigres

La primera vez que me dirigió la palabra ya estaba maldito. Se sentó a mi lado, visiblemente abatido, y sin mirarme a la cara, como si se anunciara a una audiencia invisible, empezó a hablar. Dijo su nombre, pero no lo puedo recordar. Dijo de dónde era y tampoco me quedé con el nombre del pueblo; del norte de España, de algún pueblecito vasco, de algún rinconcito oculto donde todo el mundo conoce a todo el mundo y las viejitas, al pasar por tu vera, cuchichean entre dientes y luego se ríen mientras echan la vista atrás y tú te preguntas si la senectud no es nada más que una especie de última infancia y por lo tanto no queda sino consentírselo.
Al principio lo obvié. Estoy acostumbrado a los locos y a los borrachos que parecen locos. También he tratado con gente tan rotundamente cuerda que es capaz de dirigirse al vacío y hablar de sí mismos en tercera persona. Fuera lo que fuera, evité prestarle atención hasta que me miró directamente. Clavó su vista en mi mejilla –conté hasta veinte mentalmente mientras de reojo esperaba a que desviara los ojos- y entonces no tuve más remedio que someterlo a examen así como inquisitivo, preguntando con los ojos pero también con las cejas a ver qué quería. Camarada, estoy maldito, me dijo.
Su acento me recordó, efectivamente, al norte, y llevaba tanto tiempo sin encontrarme con ningún vasco que pensé inmediatamente en parajes verdes, en carreteras de montaña, en discos de Kortatu y en gente abrupta pero honesta. Me sentí nostálgico al recordar una antigua relación sentimental –quién no haya tenido nunca una novia vasca no sabe lo que se pierde- y repentinamente animado decidí escucharlo. Me había llamado camarada.
El tipo no debía llegar a la treintena. Su aspecto físico era fiero: corte de pelo militar, mandíbulas potentes, complexión delgada pero visiblemente fuerte. Vestía unos tejanos muy desgastados y una sencilla camiseta negra desprovista de cualquier adorno. Me impactó ver aquel hombre tomándose un whisky sin hielo a la vez que lloraba a moco tendido.
Camarada, Barcelona es la ciudad de las maldiciones -me confesó mientras un reguero de gruesos lagrimones le aguaba la bebida-. Ahora yo estoy maldito y, como si fuera poco, condenado a vagar sin brújula por estas calles inclementes, atento a cada una de las mujeres con las que me cruce por si acaso fuera ella, sabiendo en todo momento, en mi fuero interior, que no la volveré a ver. Puta mierda de ciudad -me dijo-, ojalá no estuviera tan sucia ni hubiera tantos extranjeros o, simplemente, no me ahogara con su odiosa humedad.
Mira, compañero –continuó- no sé quién eres ni me importa, pero pareces una buena persona. Necesito –y puso especialmente énfasis en la palabra- alguien que me escuche y no tengo ningún confidente con el que contar. Por lo tanto, quédate, te invitaré a una copa y tú solo mírame y asiente y finge que me prestas tus oídos y te interesa lo que te  cuento y así habrás hecho una buena acción. Y no me arrepiento de haberme quedado a escuchar su historia. Habla el vasco:
Hace unos meses el Ayuntamiento de Barcelona ordenó el desalojo de Ca’n Vies. El edificio, propiedad de la empresa de transportes municipal, llevaba más de veinte años okupado, siendo utilizado por los jóvenes del barrio a modo de centro social. Se impartían clases gratuitas, actividades recreativas, incluso había una biblioteca común. En fin, los de arriba decidieron que era hora de construir un parque de cemento y, leyes en mano, ejercieron el derecho a recuperar su edificio. Obviamente, la noticia no sentó bien en la calle y rápidamente se organizó la resistencia.
Las formas de hacer la resistencia, desde dentro, se clasifica en dos tipos: activa y pasiva. La resistencia pasiva es toda aquella que no tiene que ver con la violencia: manifestaciones pacíficas, artículos periodísticos, charlas públicas, propaganda de los hechos etc. Por el otro lado, la resistencia activa es justo lo contrario, hacer uso de la violencia para defenderse. Mírame, está claro que soy una persona de acción. He leído a Malatesta, a Kropotkin, a Bakunin y a Marx. Me he emocionado con los discurso de García Oliver y, si hubiera nacido hace unos años, habría desfilado con Durruti hasta Madrid. Pero no soy un intelectual. Así que cuando se convocó una manifestación combativa en el barrio de Sants (donde somos nosotros los locales y no los Mossos d’Esquadra) me planté en primera fila sujetando una pancarta.
Barcelona es sin duda la ciudad anarquista por antonomasia. El único lugar –precisamente en el 39- donde durante unos meses triunfó la Revolución. No seré un ilustrado pero sí que me informo sobre mis convicciones. Las fábricas colectivizadas y la gente de la calle expandiendo las líneas del metro. Maestros y peones haciendo turnos de guardia y un ambiente de expectación flotando en la ciudad. ¿De verdad esto funciona?, debían estar preguntándose los propios revolucionarios.
En los tiempos que me ha tocado vivir a mí la CNT ya no es lo que era. El anarcosindicalismo como modo lucha anticapitalista está acabado, creo yo, pero eso es otro tema. De todos modos, uno tiene que ser fiel a sus ideales. Si no, ¿qué te queda? Así que me preparé: guantes y capucha, agua y víveres de emergencia, ropa de recambio. Ir a una manifestación combativa no es agradable. No es un placer sino una obligación. Sólo algunos locos disfrutan enfrentándose a los Mossos. La mayoría, veteranos incluidos, sentimos miedo. Volcamos contenedores, destrozamos sucursales bancarias y quemamos los Starbucks. Nunca el colmado de la esquina, el paquistaní que abre trescientos sesenta y cinco días al año o el bar Pepe. Sólo atacas contra el capital, contra los símbolos de aquello contra lo que luchas y por lo tanto no atacas sino que te defiendes: porque aunque la mentira de la clase media se haya propagado como una plaga yo tengo una cosa muy clara, la guerra de clases sigue muy pero que muy vigente y sólo hay dos bandos; los ricos y los pobres, los opresores y los oprimidos, los que ganan y los que vamos perdiendo. La policía cuenta con porras, escudos antidisturbios y gas lacrimógeno y nosotros sólo con el anonimato que te proporciona la capucha y una sensación muy intensa de que estás haciendo lo correcto.
El vasco tuvo que parar, notablemente excitado. Dio un sorbo de whisky, se aclaró la garganta y retomó el hilo de su propio relato.
La cuestión es que cuando llega la primavera Barcelona supura anarquismo. Y Ca’n Vies no iba a quedar indefensa. Algunos se encadenaron a diferentes puntos de su arquitectura. Otros defendieron la supervivencia del centro social en el Parlamento. Yo aporté mi granito de arena donde buenamente pude: en primera fila.
Toda manifestación tiene dos partes: la primera es la pacífica, donde la gente camina de un lado a otro gritando consignas y expresando sus deseos y opiniones como colectivo. Al terminar el recorrido previsto empieza la segunda parte. Una vez desconvocada la manifestación oficial comienza el trabajo duro. De forma tácita, sin paladines ni abanderados, sin que nadie dé una orden, los que quieren quedarse toman posiciones. Se deja un tiempo prudencial, claro, para que los que no quieren problemas puedan irse a sus casas. Y aquí primero paz y después gloria.
Durante más de dos horas estuvimos corriendo delante de los Mossos. Al principio uno o dos grupos grandes. Poco a poco, según nos iban toreando las lecheras, nos fragmentamos en pequeños comandos. Normalmente no conoces al que va a tu lado, pero, contra todo pronóstico, si no le ves la cara es que te puedes fiar de él. Tumbamos contenedores, aplicamos los martillos a La Caixa y construimos barricadas ardientes. Cuando la policía se acercaba intentábamos aguantar el máximo posible hasta retirarnos cada vez más hacia el corazón de Sants. Las sirenas me reverberaban en los oídos y aquellos hijos de puta incluso hicieron venir un helicóptero para controlarnos desde el cielo.
Entonces la vi. Entre gritos de resistencia y cánticos de si tocas a una nos tocas a todas, en catalán, por supuesto, se descubrió. Dos horas corriendo con el rostro tapado resultan realmente agobiantes. En algún punto necesitas parar para recuperar el aliento y, discretamente, cerciorándote de que no haya cámaras de vigilancia, prensa o policía, te desembozas. Recuperas el aliento, te relajas un segundo y entonces vuelves a la acción con renovadas energías.
Era pelirroja. Seguramente teñida. Llevaba el pelo como una skinhead británica en los 80: el flequillo corto sobre la frente y los cabellos correspondientes a las patillas mucho más largos. Delgada, alta, con los pechos pequeños y las piernas muy largas, vestía totalmente de negro con la excepción de una estrella roja en la parte posterior de su sudadera. Le vi los ojos y leí en ellos una convicción que bordeaba la demencia. Me asusté y me maravillé a la vez. Sin duda alguna, me enamoré. No lo digo por decir, ni tampoco estoy siendo hiperbólico. Caí rendido ante la visión de aquella Atenea en pie de guerra. Hay cosas que uno no puede resistir.
Quedábamos, en mi cuadrilla, no más de diez personas. Los Mossos habían encendido sus megáfonos y nos bombardeaban con amenazas amén de instarnos a la rendición. De golpe, cuando ya no podíamos ni contener las lenguas dentro de la boca a causa del cansancio, oímos de cerca una sirena para comprobar inmediatamente como una lechera nos cortaba el paso, abría las puertas, y de golpe seis Mossos con el equipo completo bajaban corriendo hacia nosotros. Todos a una comprendimos que no había resistencia posible, así que dimos media vuelta y esprintamos para alejarnos de aquel infierno armado con porras. Siguiendo a mis compañeros giramos hacia la derecha en una zona donde se estrechaba la calle. Eché la vista atrás justo para contemplar como ella, mi heroína, se quedaba rezagada para lanzar una última piedra. Mediante gestos traté de que me siguiera y así lo hizo, pero, al girarse repentinamente, no reparó en la oportuna motocicleta que, mal aparcada, le cerraba el paso. Chocó con ella y dio de bruces al suelo. Se congeló el tiempo
La policía estaba a unos pocos metros. Volví atrás. Tiré de ella muy fuerte hacia arriba. No logré incorporarla. Un Mosso la agarraba por la pierna, impidiéndole huir. Lo pateé una y otra vez. Llegaron los refuerzos, noté presión en el hombro izquierdo. Un porrazo mal esquivado me dejó sordo de un oído. Sentí dolor. Corrí, corrí y luego seguí corriendo, abandonándola a la furia policíaca.
 La tuve que dejar ahí –repitió una y otra vez el vasco, afectadísimo-, no tuve otro remedio. Seguro que pasó la noche en los calabozos. No sé de qué la acusarán. Igual era una estudiante de medicina o filosofía. Igual trabajaba con su padre en un estudio de fotografía. Sé que no lo sabré jamás. Soy un hombre maldito. He conocido el amor y la guerra y los he perdido los dos.

Lo miré directamente a los ojos y no supe qué decirle. Realmente había perdido el amor y la guerra. Tuve ganas de llorar con él.



www.facebook,com/jjescribe

No hay comentarios:

Publicar un comentario