lunes, 6 de junio de 2016

Marineros de agua dulce.

Para empezar, voy a tener que saber quién eres. De otra manera, esto sería muy injusto.
Tú sabes quién soy yo. Conoces mi nombre, mi carácter, mi cara, quizá mi dirección o mi teléfono. Tienes a tu disposición toda la información que puedas desear, y sin embargo, yo no tengo nada.
Quiero que hablemos. Es decir, tú y yo, vis a vis, que tengamos una conversación. Es más, quiero contarte una historia. Es una historia que acaba con un hombre sacando la mano por la ventanilla de una Ford Transit. ¿Te interesa? Igual, como final, te parece algo insulso. No te falta razón.
Está bien, no es un solo hombre. Hay dos de ellos. Uno es el conductor de la Ford Transit. Si no estás familiarizado con el modelo, es hora de  saber que se trata de una furgoneta de nueve plazas. El otro, el que no conduce, lleva sobre la cabeza el gorro que lo distingue como capitán de barco, aunque, como me conoces, ya lo sabes: ni de coña es capitán de barco.
Lo que me lleva al principio. Si queremos que la comunicación sea genuina, yo también necesito saber cosas sobre ti, y eso supone un reto: escribo antes de tener ni la más remota idea de quién lo va a leer. Por lo tanto, sólo me queda preguntar.
¿Te ganas la vida especulando? ¿Eres alguna clase de bróker de los que no titubean a la hora de arruinar países siempre y cuando resulte beneficioso para ti? No hace falta que sigas leyendo. Puedes dejarlo aquí mismo, de todas formas, no ibas a entender nada.
—Mira, la primera vez que vi al contramaestre —dice el conductor— estaba recostado en una columna, justo debajo de un cartel de no fumar. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, muy serio, y sólo abandonaba esa postura para llevarse una mano al puro y sujetarlo mientras exhalaba el humo.
—Ese tío mandaba más que el capitán, ¿verdad? —pregunta el otro—. Él era la ley en el barco.
—Era más que la ley. A veces, obedeces la ley por miedo a las consecuencias. Al contramaestre lo obedecían todos por respeto. Ese hombre se cagaba en tu puta madre como quien te da los buenos días, y se tomaba su trabajo como si fuera su vida: alguien tiene que decidir cómo y cuándo se coloca la carga en el barco; si el capitán quiere salir a las 8 en punto, más le vale contar con un contramaestre eficiente. Y este lo era. Vaya si lo era. Hasta tal punto que el capitán se descubría la cabeza al saludarlo. Y el contramaestre, por respeto a la jerarquía, no se metía con su madre.
Antes de continuar, otra pregunta. ¿Te interesa mucho el dinero? ¿Es tu objetivo llegar a ser rico? ¿Los teléfonos móviles te duran seis meses hasta que ansías el nuevo modelo? ¿Necesitas ir a comprarte unos zapatos nuevos cada vez que te sientes solo y ahogado? Si alguna de las respuestas es sí, lo siento. Aquí sólo vas a perder el tiempo.
—La verdad es que está guapo —dice el compañero del conductor mientras que se ajusta el gorro—. Aunque me viene algo grande, pero es normal porque tengo un cabezón. Fíjate, hecho en San Fernando, Cádiz, nada de China o Taiwán. Totalmente patentado. Prohibida la imitación de la misma o alguno de sus componentes. No se andan con chiquitas, ¿eh?
—El último día —responde el conductor— me pasé por el puente de mando a despedirme. Le di la mano al capitán y también le di las gracias, así, en general, sin especificar por qué estaba agradecido. El buen hombre se quedó contento, posiblemente pensando qué buen chaval, qué detalle tiene al despedirse, y realmente yo le estaba dando las gracias por su sombrero. ¡Me lo llevé en su cara y ya verás cuando se dé cuenta!
Hay risas mezcladas con acelerador. El conductor es hábil y lleva la furgoneta a la izquierda para avanzar a unas cuantas tortugas. Podría mentir y decir que conduce por la ruta 66, la Mother Road, y también podría decir que el conductor es Neil Cassady y su compañero no es otro que el grandísimo Jack Kerouac; que pasan por Denver en dirección a San Francisco o Los Ángeles, en California, pero qué va. Se trata de la autopista de Inca, aquí en la Isla. ¿Y ellos dos? ¿Quieres saber quién son?
Pues primero te toca a ti. ¿Qué opinas de la vida? Y sí, ya sé que es una pregunta muy vaga. Quiero decir, si tu fin no es el dinero, ¿qué buscas? ¿La fama? ¿La gloria? ¿La felicidad? Espera, ¿quizá el amor? Si buscas algo de esto, no hace falta que dejes de leer, pero escúchame: estás equivocado. Pero eso ya lo sospechabas, ¿verdad?
—Este gorro está maldito, Jota —dice el conductor, Diego Santana—. Me he pasado la noche sin dormir. Tenía miedo de que me llamaran y me acusaran de ladrón. De que me obligaran a volver a Valencia sólo para devolverlo. Lo he traído para ti y ya está, pero ahora no lo quiero volver a ver.
—No está maldito, no —contesta Jorge Feix—. Es simplemente un símbolo. Quizá es así como se hace un nuevo capitán, ¿sabes? Hay un número concreto de capitanes en este mundo, y cuando entra un nuevo, tiene que irse el viejo. Quizá éste es el método de selección: aquél que sea capaz de hacerse con el gorro ostentará el título. Quizá te has ganado el derecho a ser capitán, Diego.
—Yo lo único que sé, Jota, es que me lo he puesto nada más que un segundito y, tío, te lo juro, el muy cabrón, sí, el gorro, sin boca, sin labios, ha pronunciado una palabra inaudible, la ha enviado directamente a mi cerebro.
—¿Qué te ha dicho?
—Gryffindor.
Diego Santana siempre encuentra la manera de convertir una conversación solemne en una broma. No sé si es su mejor cualidad o su peor defecto, posiblemente una mezcla de las dos. De todas formas, poco a poco, vamos avanzando. Ya sé que no sabes muy bien lo que buscas, y si te soy sincero, yo tampoco. Si has aguantado dos páginas y media será que en algo nos parecemos.
Diego Santana pulsa el botón que baja ambas ventanillas. El viento atraviesa el vacío que antes ocupaba el cristal y por poco que no se lleva el sombrero de Jorge Feix. El sol cálido de principios de junio acaricia sus rostros y calienta el estado de ánimo.
¿Sabes lo que es la depresión? ¿Crees conocer bien la tristeza? Tranquilo, no son preguntas trampa, a estas alturas no te voy a pedir que pares de leer. Al revés, continúa. Yo lo preguntaba porque supongo que para cada uno de nosotros debe ser algo distinto. Pero tampoco es una pregunta totalmente inocente.
Voy a ponerte un ejemplo práctico: eres camarero en el bar del Camp Nou y haces jornadas de nueve horas. Tu jefe, un cubano cocainómano, tiene el cerebro tan frito que es incapaz de articular dos órdenes seguidas sin cortocircuitarse. Y, cuando la caga, porque inevitablemente la va a cagar, el culpable eres tú, el nuevo, que no presta atención cuando le hablan. Cerca de ti, encerrados en las cocinas, están los lavaplatos; no los aparatos sino las personas que tienen ese trabajo. Son dos, uno es kazajo y el otro paquistaní. Uno es muy callado y el otro extrovertido. Apodan Habibi al extrovertido, varón, más de cuarenta años, también más de cinco hijos en su país natal, trabaja jornadas de 12 horas sin parar y sin rechistar, y su único capricho es pedirte que le traigas un donuts cuando se despista el encargado.
Vale, ¿por qué te cuento esto? ¿Qué tiene que ver con Feix y Santana? ¿Y con todo lo otro? Tiene que ver con la tristeza. Habibi no está triste, a Habibi lo explotan, lo maltratan y lo timan, pero no está triste. El que está triste eres tú, con tus jornadas de nueve horas para conseguirte poco más de mil pavos al mes. ¿Por qué estás triste? Quizá no creas que estás triste. Simplemente un poco incómodo. Porque tienes un trabajo de mierda en un mundo de mierda, porque los inocentes como el pobre Habibi siempre son los primeros en caer y los cubanos cocainómanos, sin escrúpulos, tienen vía libre hacia la cima de la pirámide. Y tú estás triste, incómodo, deprimido, pesaroso… llámalo como quieras, pero estás así porque te das cuenta de que está mal. Nos dicen que el bien y el mal son ideas muy complejas; que todo es cuestión de perspectiva. Pero tú, y por eso me lees, estás seguro de que aquí hay algo que está jodidamente mal. Y, otra vez, tienes toda la razón.
—Mira, Diego —dice Jorge Feix mientras señala con el dedo—. Ese tío saca la mano por la ventanilla.
Efectivamente, unos pocos coches más adelante había un Peugeot 206 rojo. El piloto había extendido el brazo por la ventanilla, con la palma de la mano abierta.
—¿Y éste qué quiere? ¿Cambiar de carril?
El Peugeot 206 pone el intermitente izquierdo pero se mantiene en su carril. Resulta difícil adivinar sus intenciones. Diego Santana aguarda unos segundos, dándole tiempo y espacio para que pueda maniobrar. El Peugeot 206 sigue recto, a velocidad constante, como si todo aquello no fuera con él. El piloto sigue con el brazo extendido.
No sabes lo que buscas ni te conformas con lo que tienes. Ése es el resumen. La verdad, estoy contento de haberte conocido. Es reconfortante darse cuenta de que mi situación no es única, que hay más gente que piensa y siente como yo. Pero, ¿hay alguna solución? Te dejo con la que nos ofrecen Santana y Feix.
—Jota, prepárate. Hay trabajo que hacer.
Con tan pocas palabras, Diego Santana aprieta el acelerador a fondo para acercarse lo máximo posible al Peugeot rojo. Jorge Feix entiende su mensaje y, servicial, se prepara para llevar a cabo su cometido. Imitando el piloto del Peugeot, saca el brazo por la ventanilla. Los dos vehículos se van acercando hasta que quedan prácticamente en paralelo. Jorge Feix y el piloto del Peugeot se miran con solemnidad el uno al otro, y, levemente, con mucho cuidado, chocan los cinco a ciento veinte kilómetros por hora. Luego los coches se separan y no se vuelven a ver jamás.
—¿Y ahora qué, Jota? —pregunta Diego Santana.

—Ahora nos toca buscarte un barco —confirma Jorge Feix mientras vuelve a ajustarse el sombrero de capitán.


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