domingo, 24 de abril de 2016

John Baileys S.A. — Departamento de Publicidad.

Llovía tanto que las calles estaban increíblemente limpias, aunque no precisamente de basura. Eso es imposible. Chicles agarrados con fuerza al pavimento, envoltorios perdidos meciéndose con el viento, cagadas de perro que poco a poco se diluían a causa de las gotas, para pesar de las moscas que las rondaban.
Las calles estaban limpias de gente. Una ciudad entera a mi disposición... Quizá en mi cabeza. Taxis, autobuses y vehículos particulares ocupaban la calzada, lanzaban bocinazos a discreción y frenaban ruidosamente a  la que tenían una mínima oportunidad, perturbando la paz que me proporcionaba la lluvia. Sin embargo, al menos me quedaban las aceras. Parecía que nadie quería usarlas. O quizá estaban fuera de servicio.
A lo lejos, donde apenas alcanzaba mi vista, podía contemplar cómo, escondida en algún portal, recelosa de echarse a la calle, se hallaba alguna que otra sombra misteriosa. Escudriñaba la escena al abrigo del umbral, atreviéndose como mucho a extender la mano con la palma hacia arriba, dispuestas retirarla al mínimo contacto. Quién hubiera dicho que se trataba de simple agua y no de ácido sulfúrico. Estas sombras y yo éramos los únicos transeúntes.
La cuestión es que la lluvia limpiaba las calles de gente y eso siempre me ha parecido muy correcto. Muy higiénico, muy alentador. Los momentos en el que llevar un paraguas no es garantía de nada… esos son los momentos que a mí me gustan. Y aquella mañana era sin duda importante; los detalles son importantes, y que un día importante empiece de una manera adecuada siempre es un buen auspicio.
¿Por qué era importante? Porque tenía una entrevista de trabajo.
Me vestí de oscuro, pretendiendo ser solemne, serio, fiable. Zapatos negros, calcetines negros, no excesivamente gruesos, pantalones vaqueros azules, camisa negra recién planchada. No llevaba cinturón. Me cubrí con mi gabardina, también negra, y gané la calle con determinación. Tuve que caminar aproximadamente media hora a buen paso y no me mojé en absoluto. Teniendo en cuenta las circunstancias, puedo decir que llevé a cabo poco menos que una gesta épica.
Me planté en el tercer piso del inmueble. Una secretaria muy amable me hizo pasar a una salita curiosa, pues estaba adornada de forma peculiar.
Las persianas estaban completamente cerradas y no pasaba ni un ápice de luz solar, aunque con aquellos nubarrones en el exterior tampoco habría entrado mucha. A pesar de que era pronto por la mañana, la oscuridad hubiera sido total en aquella salita de no ser por la luz artificial. Me dejé caer en el único sofá que había, en la parte central de la estancia, y me fijé en las dos lamparitas que la alumbraban de forma irregular y casi antagónica: si dejabas la vista justo en el medio, permitiendo que el rabillo de un ojo captara una luz y el otro, otra, acababas por volverte loco. Una de las luces era azulada, triste, vacía. Estaba situada a izquierda, la altura del suelo y tenía la cualidad de hacerte desear que se acabara el mundo de una vez por todas. La otra, a la derecha, era rojiza, viva, caliente. Colgaba del techo, como un sol improvisado, y servía como contrapunto a las ansias de suicido que causaban su rival.
Me pregunté si todo aquello era una prueba. ¿Qué clase de demente decora su salita de espera de ese modo? Empecé a realizar conjeturas sobre mi entrevistador. Supuse que era un hombre de mediana edad, maduro, que digamos. Canoso, muy bien vestido, posiblemente traje y corbata, engominado y por supuesto se me acercaría con una sonrisa impecable y un olor demasiado a fuerte a colonia, ligeramente irritante.
La voz de la secretaria me sacó de mis ensoñaciones: me llamó por mi nombre y me invitó a pasar a lo que me pareció una oficina normal. Escritorio, ordenador, estantería con libros, silla con ruedas para el dueño del escritorio y sillón cómodo para el visitante. Antes de cruzar el umbral oí una risa que sólo puedo describir como sexy y pensé, qué raro, porque la secretaria está más bien gordita y no es muy agraciada, por lo que su risa no debería parecerme sexy, pero es que me había equivocado por completo.
No con la secretaria. Mi evaluación era totalmente pertinente, y es que esa muchacha era un cardo. Pero sí que había oído una risa sexy. Allí donde esperaba encontrar el hombre maduro había una señorita sexy. Pelo alisado y negro azabache, nariz pequeñita, ojos grandes, saltones, maquillados con gracia, mejillas algo pálidas pero tampoco podemos ponernos exquisitos. Estaba hablando por teléfono y, no sé qué le debieron decir, pero se le escapó una risita sexy antes de que pudiera darse cuenta de que yo estaba en la oficina.
Cerré la puerta con suavidad a modo de carraspeo, una forma educada de anunciar mi presencia. Ella se giró de golpe, como si la hubiera atrapado in fraganti, pero sólo estaba hablando por teléfono. ¿Qué puede tener eso de malo? No lo sé, pero colgó de inmediato y adoptó una posición muy formal, muy comedida; una posición que parecía haber ensayado largamente ante el espejo. Dubitativa, sin saber muy bien qué hacer, si darme la mano, si darme dos besos, se acercó torpemente y me estrechó la oreja con poca delicadeza. Yo respondí igual, estrechando la suya, aunque, veterano de mil entrevistas, yo sí supe agarrarle el lóbulo con destreza y sacudirlo sin desequilibrarla ni siquiera un poquito.
Iniciamos una charla típica, de protocolo. Bienvenido, mi nombre es tal, siento la espera… Al cabo de dos minutos de parloteo insustancial me fijé en que una gotita de sudor le resbalaba por la frente, afeando tenuemente su rostro. Decidí romper el hielo entrando en lo personal, y le pregunté con franqueza si era la primera vez que entrevistaba a alguien. Agradecida por la salida que le ofrecía, me contestó que sí, y que su falta de experiencia la hacía estar un poco nerviosa. La insté a relajarse y continuar con su faena, que lo estaba haciendo muy bien. Al fin y al cabo, tampoco me gusta el el sufrimiento ajeno, y todos hemos sido novatos alguna vez.
Sacó de algún cajón un folio con unas cuantas anotaciones además de una carpeta con mi nombre escrito en ella. Me dijo que sería mucho más fácil si tenía el guión delante y yo no le puse ningún impedimento. Una vez estuvo lista, arrancó con la batería de preguntas típica de cualquier entrevista.
El proceso duró aproximadamente una media horita, y creo que me defendí bastante bien. Su tono de voz ganaba entereza a medida que su confianza aumentaba. A los diez minutos estuve totalmente seguro de que llegaría a ser una gran entrevistadora. Pero eso es otra historia.
Lo realmente interesante es la última pregunta que me propuso. Inspiró profundamente, y en sus ojos leí una advertencia: prepárate, parecía decirme, que ésta es la buena, la decisiva, la capital:
Cuénteme alguna anécdota personal que lo defina, me dijo sin mirarme a los ojos y tratándome de usted por primera vez, seguramente porque había leído la pregunta directamente de sus apuntes.
Estuve pensando durante un buen rato. ¿Qué le puedo contar? Quería impresionarla, vaya si lo quería, y no me faltaban anécdotas por contar. Tengo un buen repertorio de historias, pero debía encontrar la óptima.
Que me defina, eso es lo importante. Pero también quiero el trabajo, claro está. Para eso me presento a la entrevista.
Todo esto pasaba por mi cabeza pero mis labios estaban sellados. La señorita me miraba, intrigada,  con las cejas ligeramente arqueadas, como si me desafiara a sorprenderla. Un desafío es un desafío, me dije, y decidí apostarlo todo al rojo:
Pues mira, le dije tuteándola, voy a explicarte una historia que me define bastante bien. El agosto pasado reservé un billete de barco, pero no un barco cualquiera. Quería irme de crucero por las islas griegas, Mikonos, Lesbos, Delfos. La verdad es que no soy muy bueno con los nombres, además de que sufrí un ligero percance. Y eso es lo que quería relatar.
Me embarqué en Atenas, como no, pero apenas avanzamos unas cuantas millas cuando empecé a sentirme enormemente mareado. Salí a la cubierta y la noche era hermosa y fresca, plácida, una ligera brisa acariciaba mi rostro y las luces de los ojos de buey me parecían relajantes e hipnóticas. A pesar de encontrarme en un sitio inmejorable, todo se movía bajo mis pies. El mundo empezó a dar vueltas y yo con él, incontrolable. Traté de asirme a cualquier cosa, pues tenía miedo a caer, pero no lo logré. Muy a mi pesar, caí por la borda como un tonto y acabé de boca en el mar.
Grité con todas mis fuerzas, auxilio, ayuda, help, pero nadie me oyó. El azar quiso que me encontrara solo en la cubierta y, teniendo que cuenta que viajaba solo, nadie echó en falta mi presencia.
A medida que veía como el crucero se alejaba de mí a ritmo constante me resigné a tener que sobrevivir sin ayuda externa. Adopté la posición vulgarmente llamada del muerto y me dejé mecer por las olas, convencido que mis ganas de vivir serían suficientes para doblegar las fuerzas de la naturaleza.
Créeme o no, sobreviví. Por algo estoy ahora aquí. En algún momento perdí el conocimiento, pero no me ahogué. Vagué sin rumbo, allí donde las corrientes marinas quisieran arrastrarme, para amanecer varado en la arena de alguna playa paradisíaca, cubierto de sal y empapado hasta los tuétanos.
Nada más despertarme, realicé un barrido con la vista en busca de alimentos. Unos carbohidratos me hubieran venido de perlas, pues estaba extenuado y necesitaba recuperar energías. Muy a mi pesar, allí no había nada para comer. Sólo arena y más arena hasta donde alcanzaba mi vista. Arena y, un momento, qué es esto.
Junto a mi lado, como si hubiera naufragado conmigo, medio enterrada, pude ver el cuello de una botella de cristal. Tiré de ella y cedió, desvelando su contenido: no era de agua, ni de alcohol, ni siquiera un simple refresco. Era una botella típica de náufrago, con el pertinente tapón de corcho. En el interior descansaba una hoja de papel retorcida.
Llegados a aquel punto de mi relato, la señorita parecía a punto de explotar. Necesitaba saber qué había escrito en el papel, y cómo no iba a necesitar saberlo. Era la inversión de la situación, donde es el náufrago el que recibe el mensaje, y no el que lo envía. Tenía a la señorita sexy en ascuas y me encantaba. Me hice el remolón, disfrutando de aquellos segundos extra que estaba ganándome, aportando innecesario dramatismo.
Qué decía, qué decía, insistió ella. Y finalmente tuve que contestarle:
Nada. Se trataba de un folletín de propaganda.

La expresión de su rostro fue suficiente para comprender al instante que estaba contratado.

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