Llovía
tanto que las calles estaban increíblemente limpias, aunque no precisamente de
basura. Eso es imposible. Chicles agarrados con fuerza al pavimento,
envoltorios perdidos meciéndose con el viento, cagadas de perro que poco a poco
se diluían a causa de las gotas, para pesar de las moscas que las rondaban.
Las
calles estaban limpias de gente. Una ciudad entera a mi disposición... Quizá en
mi cabeza. Taxis, autobuses y vehículos particulares ocupaban la calzada,
lanzaban bocinazos a discreción y frenaban ruidosamente a la que tenían una mínima oportunidad,
perturbando la paz que me proporcionaba la lluvia. Sin embargo, al menos me
quedaban las aceras. Parecía que nadie quería usarlas. O quizá estaban fuera de
servicio.
A
lo lejos, donde apenas alcanzaba mi vista, podía contemplar cómo, escondida en
algún portal, recelosa de echarse a la calle, se hallaba alguna que otra sombra
misteriosa. Escudriñaba la escena al abrigo del umbral, atreviéndose como mucho
a extender la mano con la palma hacia arriba, dispuestas retirarla al mínimo
contacto. Quién hubiera dicho que se trataba de simple agua y no de ácido
sulfúrico. Estas sombras y yo éramos los únicos transeúntes.
La
cuestión es que la lluvia limpiaba las calles de gente y eso siempre me ha
parecido muy correcto. Muy higiénico, muy alentador. Los momentos en el que
llevar un paraguas no es garantía de nada… esos son los momentos que a mí me
gustan. Y aquella mañana era sin duda importante; los detalles son importantes,
y que un día importante empiece de una manera adecuada siempre es un buen
auspicio.
¿Por
qué era importante? Porque tenía una entrevista de trabajo.
Me
vestí de oscuro, pretendiendo ser solemne, serio, fiable. Zapatos negros,
calcetines negros, no excesivamente gruesos, pantalones vaqueros azules, camisa
negra recién planchada. No llevaba cinturón. Me cubrí con mi gabardina, también
negra, y gané la calle con determinación. Tuve que caminar aproximadamente
media hora a buen paso y no me mojé en absoluto. Teniendo en cuenta las
circunstancias, puedo decir que llevé a cabo poco menos que una gesta épica.
Me
planté en el tercer piso del inmueble. Una secretaria muy amable me hizo pasar
a una salita curiosa, pues estaba adornada de forma peculiar.
Las
persianas estaban completamente cerradas y no pasaba ni un ápice de luz solar,
aunque con aquellos nubarrones en el exterior tampoco habría entrado mucha. A
pesar de que era pronto por la mañana, la oscuridad hubiera sido total en
aquella salita de no ser por la luz artificial. Me dejé caer en el único sofá
que había, en la parte central de la estancia, y me fijé en las dos lamparitas
que la alumbraban de forma irregular y casi antagónica: si dejabas la vista
justo en el medio, permitiendo que el rabillo de un ojo captara una luz y el
otro, otra, acababas por volverte loco. Una de las luces era azulada, triste,
vacía. Estaba situada a izquierda, la altura del suelo y tenía la cualidad de
hacerte desear que se acabara el mundo de una vez por todas. La otra, a la
derecha, era rojiza, viva, caliente. Colgaba del techo, como un sol
improvisado, y servía como contrapunto a las ansias de suicido que causaban su
rival.
Me
pregunté si todo aquello era una prueba. ¿Qué clase de demente decora su salita
de espera de ese modo? Empecé a realizar conjeturas sobre mi entrevistador.
Supuse que era un hombre de mediana edad, maduro, que digamos. Canoso, muy bien
vestido, posiblemente traje y corbata, engominado y por supuesto se me
acercaría con una sonrisa impecable y un olor demasiado a fuerte a colonia,
ligeramente irritante.
La
voz de la secretaria me sacó de mis ensoñaciones: me llamó por mi nombre y me
invitó a pasar a lo que me pareció una oficina normal. Escritorio, ordenador,
estantería con libros, silla con ruedas para el dueño del escritorio y sillón
cómodo para el visitante. Antes de cruzar el umbral oí una risa que sólo puedo
describir como sexy y pensé, qué raro, porque la secretaria está más bien
gordita y no es muy agraciada, por lo que su risa no debería parecerme sexy,
pero es que me había equivocado por completo.
No
con la secretaria. Mi evaluación era totalmente pertinente, y es que esa
muchacha era un cardo. Pero sí que había oído una risa sexy. Allí donde
esperaba encontrar el hombre maduro había una señorita sexy. Pelo alisado y
negro azabache, nariz pequeñita, ojos grandes, saltones, maquillados con
gracia, mejillas algo pálidas pero tampoco podemos ponernos exquisitos. Estaba
hablando por teléfono y, no sé qué le debieron decir, pero se le escapó una
risita sexy antes de que pudiera darse cuenta de que yo estaba en la oficina.
Cerré
la puerta con suavidad a modo de carraspeo, una forma educada de anunciar mi
presencia. Ella se giró de golpe, como si la hubiera atrapado in fraganti, pero
sólo estaba hablando por teléfono. ¿Qué puede tener eso de malo? No lo sé, pero
colgó de inmediato y adoptó una posición muy formal, muy comedida; una posición
que parecía haber ensayado largamente ante el espejo. Dubitativa, sin saber muy
bien qué hacer, si darme la mano, si darme dos besos, se acercó torpemente y me
estrechó la oreja con poca delicadeza. Yo respondí igual, estrechando la suya,
aunque, veterano de mil entrevistas, yo sí supe agarrarle el lóbulo con
destreza y sacudirlo sin desequilibrarla ni siquiera un poquito.
Iniciamos
una charla típica, de protocolo. Bienvenido, mi nombre es tal, siento la
espera… Al cabo de dos minutos de parloteo insustancial me fijé en que una
gotita de sudor le resbalaba por la frente, afeando tenuemente su rostro.
Decidí romper el hielo entrando en lo personal, y le pregunté con franqueza si
era la primera vez que entrevistaba a alguien. Agradecida por la salida que le
ofrecía, me contestó que sí, y que su falta de experiencia la hacía estar un
poco nerviosa. La insté a relajarse y continuar con su faena, que lo estaba
haciendo muy bien. Al fin y al cabo, tampoco me gusta el el sufrimiento ajeno,
y todos hemos sido novatos alguna vez.
Sacó
de algún cajón un folio con unas cuantas anotaciones además de una carpeta con
mi nombre escrito en ella. Me dijo que sería mucho más fácil si tenía el guión
delante y yo no le puse ningún impedimento. Una vez estuvo lista, arrancó con
la batería de preguntas típica de cualquier entrevista.
El
proceso duró aproximadamente una media horita, y creo que me defendí bastante
bien. Su tono de voz ganaba entereza a medida que su confianza aumentaba. A los
diez minutos estuve totalmente seguro de que llegaría a ser una gran
entrevistadora. Pero eso es otra historia.
Lo
realmente interesante es la última pregunta que me propuso. Inspiró
profundamente, y en sus ojos leí una advertencia: prepárate, parecía decirme,
que ésta es la buena, la decisiva, la capital:
Cuénteme
alguna anécdota personal que lo defina, me dijo sin mirarme a los ojos y tratándome
de usted por primera vez, seguramente porque había leído la pregunta
directamente de sus apuntes.
Estuve
pensando durante un buen rato. ¿Qué le puedo contar? Quería impresionarla, vaya
si lo quería, y no me faltaban anécdotas por contar. Tengo un buen repertorio
de historias, pero debía encontrar la óptima.
Que
me defina, eso es lo importante. Pero también quiero el trabajo, claro está.
Para eso me presento a la entrevista.
Todo
esto pasaba por mi cabeza pero mis labios estaban sellados. La señorita me
miraba, intrigada, con las cejas
ligeramente arqueadas, como si me desafiara a sorprenderla. Un desafío es un
desafío, me dije, y decidí apostarlo todo al rojo:
Pues
mira, le dije tuteándola, voy a explicarte una historia que me define bastante
bien. El agosto pasado reservé un billete de barco, pero no un barco
cualquiera. Quería irme de crucero por las islas griegas, Mikonos, Lesbos,
Delfos. La verdad es que no soy muy bueno con los nombres, además de que sufrí
un ligero percance. Y eso es lo que quería relatar.
Me
embarqué en Atenas, como no, pero apenas avanzamos unas cuantas millas cuando
empecé a sentirme enormemente mareado. Salí a la cubierta y la noche era
hermosa y fresca, plácida, una ligera brisa acariciaba mi rostro y las luces de
los ojos de buey me parecían relajantes e hipnóticas. A pesar de encontrarme en
un sitio inmejorable, todo se movía bajo mis pies. El mundo empezó a dar
vueltas y yo con él, incontrolable. Traté de asirme a cualquier cosa, pues
tenía miedo a caer, pero no lo logré. Muy a mi pesar, caí por la borda como un
tonto y acabé de boca en el mar.
Grité
con todas mis fuerzas, auxilio, ayuda, help, pero nadie me oyó. El azar quiso
que me encontrara solo en la cubierta y, teniendo que cuenta que viajaba solo,
nadie echó en falta mi presencia.
A
medida que veía como el crucero se alejaba de mí a ritmo constante me resigné a
tener que sobrevivir sin ayuda externa. Adopté la posición vulgarmente llamada
del muerto y me dejé mecer por las olas, convencido que mis ganas de vivir
serían suficientes para doblegar las fuerzas de la naturaleza.
Créeme
o no, sobreviví. Por algo estoy ahora aquí. En algún momento perdí el
conocimiento, pero no me ahogué. Vagué sin rumbo, allí donde las corrientes
marinas quisieran arrastrarme, para amanecer varado en la arena de alguna playa
paradisíaca, cubierto de sal y empapado hasta los tuétanos.
Nada
más despertarme, realicé un barrido con la vista en busca de alimentos. Unos
carbohidratos me hubieran venido de perlas, pues estaba extenuado y necesitaba
recuperar energías. Muy a mi pesar, allí no había nada para comer. Sólo arena y
más arena hasta donde alcanzaba mi vista. Arena y, un momento, qué es esto.
Junto
a mi lado, como si hubiera naufragado conmigo, medio enterrada, pude ver el
cuello de una botella de cristal. Tiré de ella y cedió, desvelando su
contenido: no era de agua, ni de alcohol, ni siquiera un simple refresco. Era
una botella típica de náufrago, con el pertinente tapón de corcho. En el
interior descansaba una hoja de papel retorcida.
Llegados
a aquel punto de mi relato, la señorita parecía a punto de explotar. Necesitaba
saber qué había escrito en el papel, y cómo no iba a necesitar saberlo. Era la
inversión de la situación, donde es el náufrago el que recibe el mensaje, y no
el que lo envía. Tenía a la señorita sexy en ascuas y me encantaba. Me hice el
remolón, disfrutando de aquellos segundos extra que estaba ganándome, aportando
innecesario dramatismo.
Qué
decía, qué decía, insistió ella. Y finalmente tuve que contestarle:
Nada.
Se trataba de un folletín de propaganda.
La
expresión de su rostro fue suficiente para comprender al instante que estaba
contratado.
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